Por P. Fernando Pascual
Hay debates bien llevados, donde cada participante escucha lo que dice el otro, reflexiona sobre los propios argumentos y los del “adversario”, responde con serenidad, afronta una idea detrás de otra.
Otros debates, en cambio, tienen a uno o varios participantes con actitudes hostiles hacia quienes no comparten su punto de vista: participantes que roban la palabra, que manipulan, que dan vueltas a sus ideas sin escuchar realmente a los demás.
Si, además, el que tiene la tarea de moderador se decanta por una postura y contra la otra, el debate no puede llevarse a cabo con un mínimo de corrección, pues se dará más espacio a unos y menos a otros.
Es triste asistir o visualizar en Internet tantos debates con sordera, que se caracterizan por gritos, por intentar sobreponerse al otro, por buscar descalificaciones, por repetir una y otra vez las propias ideas para imponerlas al adversario y para ganar adeptos a la propia causa.
Un debate tiene sentido cuando dos o más personas, seres dotados de inteligencia y capaces de vivir educadamente, logran avanzar hacia eso que tanto deseamos todos los seres humanos: la verdad.
Por eso, la confrontación de ideas, llevada sin pasiones descontroladas y con atención a los matices de cada interlocutor, permite que unos y otros acojan lo que sea correcto en los otros, al mismo tiempo que ofrecen los propios puntos de vista no para imponerse, sino para ayudar.
Ya hay demasiados debates con sordera en ámbitos académicos, televisivos, redes sociales y otros lugares públicos o privados (también hay debates encendidos en familia o entre amigos).
Resulta, entonces, urgente promover una cultura del diálogo desde el respeto a las personas y desde la sencillez y humildad de quienes saben reconocer todo lo que tenga señales de verdad, sea dicho por quien sea dicho, al mismo tiempo que cada uno ofrece las propias ideas con un deseo sincero de ayudar a otros a alcanzar nuevas perspectivas válidas para seguir en camino hacia la verdad.
Imagen de Anastasia Gepp en Pixabay