Por Arturo Zárate Ruiz

Recibir al forastero es una de las obras de misericordia prescritas por Jesucristo. El Papa Francisco, en 2018, señaló que eso implica “acoger, proteger, promover e integrar a los emigrantes y refugiados”. Y explicó:

«El verbo acoger se traduce…en…ampliar los medios legales y seguros de entrada, proporcionar un primer alojamiento adecuado y decoroso, y garantizar a todos la seguridad personal y el acceso a los servicios básicos. El verbo proteger se especifica al ofrecer información cierta y certificada antes de la salida, defender los derechos fundamentales de los migrantes y refugiados, independientemente de su estatus migratorio, y al defender a los más vulnerables, que son los niños y las niñas. Promover significa esencialmente asegurar las condiciones para el desarrollo humano integral de todos, migrantes y autóctonos. El verbo integrar se traduce en abrir espacios de encuentro intercultural, en favorecer el enriquecimiento mutuo y en promover programas de ciudadanía activa».

De estas tareas, tal vez la más difícil sea la última, integrar, pues implica que los refugiados o inmigrantes sean uno con nosotros y nosotros uno con ellos. Implica que seamos al menos una misma comunidad, en que no sólo reine el respeto mutuo, también la vida común y una cercanía en el amor, que seamos hermanos en Cristo. Muchas veces no lo hacemos ni con nuestros vecinos, y mejor ni hablo de nuestros parientes.

Cumplir con lo mínimo

Cumplamos, al menos con algunos mínimos, por ejemplo, no discriminar a las personas. Santiago nos lo explica: «Supongamos que cuando están reunidos, entra un hombre con un anillo de oro y vestido elegantemente, y al mismo tiempo, entra otro pobremente vestido. Si ustedes se fijan en el que está muy bien vestido y le dicen: “Siéntate aquí, en el lugar de honor”, y al pobre le dicen: “Quédate allí, de pie”, o bien: “Siéntate a mis pies”, ¿no están haciendo acaso distinciones entre ustedes y actuando como jueces malintencionados?»

Otro mínimo sería acompañarlos a la mesa y hacer algo más difícil que darles de comer: saber disfrutar de los platillos que nos ofrecen y ellos preparan. Así les expresamos nuestra aceptación en inclusive algo tan personal como su comida. Me acuerdo en Wisconsin que fue en una parroquia de jubilados, no en la de estudiantes, donde los mexicanos, en la Fiesta de Nuestra Señora de Guadalupe, fuimos por fin recibidos con nuestros matachines. Me sorprendió menos que llegaran con tambores grandísimos y se vistieran como guerreros aztecas que el que fueran casi encuerados, con el frío polar que entonces allí hace.

Un mínimo más es aprender y llamarles por sus nombres, quizá lo más difícil porque los inmigrantes, si son extranjeros sin documentos, prefieren no ser identificados por la persecución legal —y más aún por la ilegal del crimen organizado— a que son sometidos.

Ahora bien, así como no pueden forzarse las conversiones al catolicismo, del mismo modo no podemos forzar a los forasteros a integrarse. Muchos van sólo de paso. Algunos más, aunque se queden, prefieren vivir aparte. He allí las colonias de coreanos en León, Guanajuato. He allí algunos japoneses en la Ciudad de México, ya católicos, que buscan parroquias suyas donde reunirse, sin mezclarse con los mexicanos. Lo hacen inclusive mexicanos que migran a la frontera, por ejemplo, algunos veracruzanos quienes prefieren juntarse con paisanos suyos, no con tamaulipecos. Tienen incluso una estación de radio que se anuncia “¡Reynosa, Veracruz!”

De cualquier modo, es responsabilidad de todos los católicos el anunciar el Evangelio, a tiempo y destiempo, según instruye san Pablo. No hay cosa mejor que podamos ofrecerle a un forastero. Por supuesto, hagámoslo no sólo de dientes para afuera. Hagámoslo de corazón y con el ejemplo de nuestras obras, todas ellas animadas por el amor de Jesucristo hacia cada hermano.

Y se integren o no los forasteros, no nos debe sorprender que muchas cosas cambiarán en nuestras comunidades. Por ejemplo, los tamales en Matamoros, Tamaulipas, ya no son chiquitos, como ravioles, sino grandotes, en hoja de plátano, como los veracruzanos. No nos debe asustar ninguno de estos cambios mientras no vayan en contra del Evangelio que anunciamos.

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 13 de febrero de 2022 No. 1388

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