Afirmar algo contrario a la verdad es grave y más grave aún si se hace de manera pública
Por Mónica Muñoz
La buena imagen de una persona o empresa es un valor intangible que ha sido muy apreciado en todas las épocas, basta recordar que todavía a principios del siglo XX, los hombres se batían en duelo si alguno osaba manchar su honor hablando mal, levantando falsos o cometiendo indiscreciones comprometedoras en contra del agraviado. Por supuesto que las circunstancias han cambiado con el paso de tiempo, ahora ya nadie se inmuta cuando los jóvenes mencionan que han tenido relaciones premaritales o que usan algún método contraceptivo, como si se tratara de algo intrascendente. Definitivamente la escala de valores de la sociedad actual ha cambiado radicalmente.
Sin embargo, cuando se trata de defender el valor de la marca de alguna persona o grupo, entonces la cosa cambia. Hacen lo posible para que se respete su buen nombre, pues los comentarios adversos pueden dañar su reputación hasta el punto de perder clientes o hasta su patrimonio. Si no, veamos lo que hacen algunos políticos cuando se dan cuenta de que los periodistas los ponen en evidencia, sencillamente buscan por todos los medios limpiar su prestigio, sobre todo si se ven involucrados en casos de corrupción.
Por eso, dentro de los mandamientos de la ley de Dios, esos que el Señor le entregó a Moisés en el monte Sinaí y que fueron escritos sobre piedra, incluyen el mandato de no mentir, que incluye todas sus variantes, desde las mentiras piadosas hasta los falsos testimonios, por ello el catecismo de la Iglesia Católica explica al respecto que la mentira es falsear la verdad, y esto puede ocurrir de diferentes maneras como:
Levantar un falso testimonio, lo que significa afirmar algo contrario a la verdad y que es más grave si se hace de manera pública. Si se hace bajo juramento frente a un tribunal, se comete perjurio. Estas maneras de obrar contribuyen a condenar a un inocente, a disculpar a un culpable o a aumentar la sanción en que ha incurrido el acusado. Además, comprometen gravemente el ejercicio de la justicia y la equidad de la sentencia pronunciada por los jueces.
Este mandamiento también incluye el respeto de la reputación de las personas, por lo que prohíbe toda actitud y toda palabra susceptibles de causarles un daño injusto. Dependiendo del caso, puede ser culpable de juicio temerario el que, incluso sin manifestarlo, admite como verdadero un defecto moral en el prójimo, aunque no tenga fundamento suficiente para ello.
O bien, se puede caer en la maledicencia, donde, sin razón objetivamente válida, se manifiestan los defectos y las faltas de otros a personas que los ignoran. Otro mal es la calumnia, donde, mediante palabras contrarias a la verdad, se daña la reputación de otros y da ocasión a juicios falsos respecto a ellos.
Todos deberíamos ser conscientes de la desgracia que arrastran las mentiras, no por nada las grandes compañías y las figuras públicas gastan fuertes sumas de dinero para demandar a quienes los difaman.
Actuemos con prudencia y demos el beneficio de la duda a los demás, cuando, por accidente o no, nos enteremos de sus malas acciones, no sabemos en qué circunstancias se cometieron ni la intención que tenían, pensemos en la máxima evangélica que sentencia “no juzgues y no serás juzgado”, o aquella otra que dice “con la vara que midas, serás medido “. Y, si nos enfrentamos a un problema, no creamos que mintiendo remediaremos algo, finalmente la verdad siempre sale a relucir. Aprendamos a manejarnos en la luz de la verdad.
La maledicencia y la calumnia
» El Catecismo destaca que “la maledicencia y la calumnia destruyen la reputación y el honor del prójimo. Ahora bien, el honor es el testimonio social dado a la dignidad humana y cada uno posee un derecho natural al honor de su nombre, a su reputación y a su respeto. Así, la maledicencia y la calumnia lesionan las virtudes de la justicia y de la caridad”. (Catecismo de la Iglesia Católica, 1997).
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 13 de febrero de 2022 No. 1388