Por Tomás de Híjar Ornelas, Pbro.

“Cada obra de amor, llevada a cabo con todo el corazón, siempre logrará acercar a la gente a Dios” Santa Teresa de Calcuta

Todavía en el año en el que se están cumpliendo 500 años del inicio del nacimiento de México en los términos culturales que siguen vigentes y a la sombra del término que adoptó el investigador poblano Constantino Reyes Valerio (1922-2006),

comienza su andadura una sucesión de reflexiones que tendrán como hilo conductor lo que sabemos pasó en el macizo continental americano al tiempo que con el apoyo absoluto y sin fisuras de los guerreros tlaxcaltecas bordó el expedicionario Hernán Cortés y gracias a lo cual pudo tomar por asalto, después del más doloroso asedio, el baluarte de los mexicas, la Gran Tenochtitlan, para ensanchar las fronteras del recién nacido trono español, el 13 de agosto de 1521 y comenzar en esta parte del mundo lo que aquí estamos etiquetando.

Nos sirve de marca de agua lo que bajo el título ‘Nobles de las cuatro ciudades-estado de Tlaxcala conferencian’ viene a ser uno de los paneles muralísticos que adornan el Palacio de Gobierno de Tlaxcala, creados para iluminarlo a partir de 1957 por el muralista Desiderio Hernández Xochitiotzin (1922 – 2007), que con los recursos de su tiempo (los del mercantilismo capitalista) eran un paradigma, los del comercio, pero desde una plataforma distinta, la del ‘tianguis’, que fue y sigue siendo “una gran ocasión social para todas las clases”, de modo que, conjetura Desiderio, era el mejor espacio para que “las élites de Tlaxcala” pudieran “hablar de política, hacer alianzas matrimoniales y realizar todo tipo de negocios”. Nos referimos entonces al centro ceremonial y la carga sagrada que este tenía –¿tiene? – entre nosotros.

Lo relevante del caso tiene que ser, entonces, darle al suceso que estamos evocando, la caída de la ciudadela de los señores del lago de Texcoco, el rango que esto implicó para conformar la cultura en Iberoamérica desde lo que terminará siendo propio suyo, el matiz indocristiano, es decir, la visión sagrada de la vida y su aplicación al tiempo de darles forma jurídica o crearlas desde la plataforma de los instrumentos públicos, comunidades con sentido de pertenencia y de autogestión, trinchera desde la cual el atrio – cementerio hará las veces del centro ceremonial, la cruz atrial el de vértice de las urbanizaciones y los cultos fundantes el de legitimación de lo que en el siglo siguiente se irá pasando a letras de molde bajo el soporte de Gutenberg, en primer plano el hecho guadalupano.

La suerte de lo hasta aquí compartido exige que desde el método historiográfico le demos a los bienes culturales del siglo XVI –con el guadalupanismo a modo de tajamar– el rango de ‘ventana’ de las pretensiones sociales, políticas, económicas y culturales que coincidieron en un crisol donde en última instancia surge y madura lo que hoy definimos como mexicano.

Tenemos ante nosotros el reto de usar las fuentes y las herramientas auxiliares del profesional de la historia para situar tales evidencias tangibles de ese contexto espacio temporal y la de desplegar nociones precisas respecto al uso, finalidad, destino y vocación utilitaria, emblemática, cultural, religiosa o decorativa que tuvieron y conservan cientos de cabeceras americanas sin darse cuenta de ello o sólo de forma muy sesgada.

No sabemos en qué terminará esta andadura, pero sí atisbamos que podrá ser no menos que un peldaño ascendente en algo tan delicado y grave como exponer los ingredientes en los que cuajo una civilización del todo crucial para el destino de la humanidad misma, la indocristiana.

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 6 de febrero de 2022 No. 1387

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