Por Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro
Durante la Cena de Pascua Jesús pronunció un largo discurso de despedida, manifestando a sus apóstoles su última voluntad y anunciándoles su futuro. San Juan recoge en su evangelio estas palabras de Jesús: su testamento. Contiene también su oración de intercesión al Padre por sus discípulos y por nosotros, los futuros creyentes. Se suele llamar la “oración sacerdotal”.
El discurso de Jesús se mueve entre dos acontecimientos: el significado nuevo de la Cena pascual que acaba de celebrar; y lo que hará inmediatamente después: su Sacrificio en la cruz, que incluye la traición en el huerto, su entrega a las autoridades y juicio condenatorio, su muerte y su resurrección. Esto, les dijo, se los dejo en memoria mía. Háganlo hasta mi retorno glorioso.
Si todo esto que explicó y dejó dicho a sus discípulos, Jesús no lo hubiera cumplido, allí habría terminado todo. Sus palabras de amor incondicional hasta la muerte, su perdón a los enemigos, su confianza en el Padre y su victoria sobre la muerte, todo, absolutamente todo, hubiera sido un fracaso. Sus palabras hubieran sido una sonaja vacía, una recomendación piadosa si acaso, pero al final un rotundo fracaso. Jesús hubiera sido un maestro ilustre, un notable moralista como quieren los ultra-liberales, pero nada más. La lápida que selló su sepulcro todavía estaría en su lugar.
Lo que da fuerza, duración, trascendencia, eternidad y valor salvador a sus palabras, es su verdad: Lo que dijo lo cumplió. Sus palabras están llenas del Espíritu de la verdad. De ellas dio testimonio ante Poncio Pilato y, para toda la humanidad, con su muerte en la Cruz. Su corazón quedó abierto y sus manos y pies clavados para que, quien se sienta atraído por él, sepa dónde encontrarlo. Si su pasión no hubiera sido “voluntariamente aceptada”, sus palabras hubieran sido puras mentiras.
La palabra de Jesús está cargada de contenido salvador, de verdad. Es como la semilla buena que esparce el sembrador: contiene vida y salud. Él se comparó al grano de trigo que, por la verdad y el amor que contiene, se muere en el surco para resucitar convertido en espiga y dar vida en abundancia. Hablando ya sin metáforas, Él se convierte en Iglesia. El grano, llamado ahora Evangelio, muerto y resucitado en la persona de Jesús, se convierte en Pan de vida eterna. La Cena del Señor y su Sacrificio en la cruz se complementan, se necesitan uno al otro. La Palabra de Jesús, su Sacrificio en la cruz y la Cena del Señor, son los tres elementos indisociables que forman la Iglesia. Palabra, Sacrificio y Eucaristía son el Corazón de la Iglesia, el mismo de Jesús.
Este es el Misterio Pascual que nos aprestamos a celebrar. Allí es donde la Iglesia manifiesta su amor y fidelidad de esposa y donde cada hijo suyo sintoniza su corazón con el de ella y con el de Jesús. Aquí no hay nada del “do ut des”, ni tienen lugar esas marrullerías sancochadas en superstición, con las que hemos y han embadurnado nuestra sabia y sacrosanta religión cristiana. Así como el costado abierto y el Corazón traspasado de Jesús son el signo visible y eficaz de su amor por nosotros, así nuestro triste y arrugado corazón, “contrito y humillado” ya por la penitencia, se convierte en el último reducto desde donde podemos ofrecer a Dios nuestro culto en Espíritu y en Verdad. Entrar en esta dinámica de amor, de ofrenda y de verdad, es la participación “activa y consciente” que la Iglesia espera de nosotros.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 13 de marzo de 2022 No. 1392