Por Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro

Jesús acaba de multiplicar los panes y de dar de comer a más de cinco mil hombres; los discípulos han trabajado duro para repartir los panes y los peces, y la gente emocionada quiere “hacerlo rey”, ambición conocida de políticos tanto de ayer como de hoy.

Jesús reacciona con determinación. Sorprende la casi violencia de su actuar: “ordena” a los discípulos subir a la barca y desembarcar en la otra orilla. No quiere que participen de la aclamación popular, y se apresura a despedir a la multitud. Él se retira a la cumbre de la montaña, en plena soledad, a dialogar con su Padre. No importa su cansancio ni el de los discípulos ni la peligrosidad de la travesía a esa hora. Todo parece desenvolverse con la prisa por salir de esa incómoda situación. Algo grave puede pasar.

Es verdad, Jesús tiene una preocupación mayor: Consultar lo sucedido con su Padre, y dar una enseñanza a los discípulos, especialmente a Pedro, el conductor de la barca y de tan insólita travesía. Jesús no los acompaña, sube solo a la montaña, al encuentro con Dios.

El Altísimo habita en las alturas y el hombre debe buscarlo en lo alto, en la cumbre de las montañas. Allí suele impartir lecciones para conducir a su pueblo. A Elías, Dios le tiene reservada una nueva pedagogía: descartados el huracán, el terremoto y el fuego de tiempos de Moisés, Dios está ahora en la suave brisa vespertina: Su misericordia.

Si en la montaña sopla la brisa, en el mar se encrespan las olas. Los cerdos, refugio de los demonios expulsados por Jesús del epiléptico, piden “ser arrojados al mar”, su cobertizo permanente. De estas profundidades brotan las bestias que, para el profeta Daniel, representan a los imperios enemigos de Dios. Por esos inestables terrenos navega siempre la barca de Pedro. En mar y tierra serán siempre extranjeros sus ocupantes. Pero hay “otra orilla”.

¿Y Jesús? ¿Perdido en la oración? No. Jesús está más presente en la barca que lo que experimentan sus discípulos. Jesús desaparece de nuestra vista, pero nosotros nunca desaparecemos de su mirada. La oración de Jesús ante el Padre, nos pone también a nosotros bajo su cuidado.

El cuidado de Jesús necesita de la fe de los discípulos. Por eso se acerca a los discípulos, temerosos y dubitantes. ¿Quién será? ¡Un fantasma! Cuando se debilita la fe, Jesús se vuelve un fantasma, una fantasía… El miedo diabólico obstruye la fe y desfigura a Jesús. Lo mismo hace la ignorancia concomitante. Esto sucede cuando cada uno quiere un Jesús a su medida.

– “No teman. Soy Yo”. – “Si eres Tú, mándame ir a ti”. – “Ven”. Qué diálogo tan maravilloso y riesgoso: ¡Aunque sea sobre el agua! Pedro lo acepta y corre el riesgo. Le gana el corazón y la audacia. Jesús lo acepta y, al ver hundirse a Pedro, su mano poderosa lo levanta y lo salva.

Donde está Jesús está la salvación. Se salva Pedro y se salvan los discípulos en la barca que, postrados en adoración, confiesan su fe: “Verdaderamente tú eres el Hijo de Dios”. Han llegado a la “Otra orilla”. El corazón de Jesús, velando en oración ante el Padre, extiende su Mano poderosa y sostiene la barca de Pedro, su iglesia, y la conduce segura a la Otra orilla.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 20 de agosto de 2023 No. 1467

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