Por P. Fernando Pascual
Entre los muchos dones que recibimos de Dios, uno de los más hermosos es la familia.
Una familia diferente para cada uno, con sus riquezas y sus defectos.
Una familia que nos acogió, nos ayudó, nos comprendió, nos regañó, nos pidió ayuda.
Es la familia el lugar del recuerdo, por tantas aventuras del pasado, y del encuentro, cuando podemos reunirnos nuevamente para contarnos novedades o, simplemente, para pasar juntos una tarde en la cocina.
Las fotos que conservamos no dicen todo lo que ocurría entre los muros, al levantarnos, durante las disputas por el mejor pedazo de pastel, o por el mejor lugar en una butaca.
Pero esas fotos nos evocan al abuelo, a la abuela, a los tíos, a los primos, a quienes de algún modo entraban y salían por la puerta y se sentían “en casa”.
Sobre todo, recordamos a los padres y a los hermanos, con quienes convivíamos desde la mañana hasta la noche, en los momentos de fiesta, en las penas, en las enfermedades y en las curaciones.
Al recordar a la propia familia, surge del corazón un deseo de dar gracias a Dios por todos los que la formamos, y una oración por cada uno de ellos.
Rezamos por quienes ya murieron, pues deseamos que se encuentren ya en la casa del Padre.
Rezamos por los que se mudaron a otro barrio, o a otro país, y que siguen siendo parte de la misma familia.
Rezamos por quienes han tenido problemas, o por quienes los causaron, o por quienes necesitan perdonar o pedir perdón.
Es la familia un don magnífico. Vale la pena protegerla de egoísmos o de olvidos, de conflictos o de avaricias, de indiferencias cuando surgen problemas en los que todos podemos dar una mano.
La familia, mi familia, es un don que agradecemos a Dios, que es Padre, Hijo y Espíritu Santo, y que un día envío al Hijo.
Ese Hijo experimentó la maravilla de vivir en un hogar que llamamos, con mucho cariño, la Sagrada Familia. Desde entonces, la familia de Jesús, María y José, se ha convertido en el modelo y apoyo para todas las familias de la tierra…
Foto de Emma Bauso en Pexels