Por P. Prisciliano Hernández Chávez, CORC.
La Iglesia tiene propia y esencialmente una fiesta que es la Pascua del Señor, quien murió, ha resucitado y esperamos su parusía o su retorno. Las fiestas del calendario litúrgico, han de contemplarse en esta perspectiva; por ejemplo, la Navidad. No puede verse como un aniversario del nacimiento de Jesucristo Nuestro Señor, sino su manifestación en la carne, en su condición humana. La Iglesia celebra el ‘hoy’ de su misterio centrado en el Acontecimiento de la Pascua. Diríamos, es el principio iluminador y dinamizador de todo el misterio cristiano y, por tanto, de nuestra existencia cristiana, necesariamente ha de ser pascual, desde el misterio de Cristo resucitado.
De aquí la gran importancia de la Vigilia Pascual, madre de todas las vigilias, como lo dijera san Agustín, recordado por S. S. Pío XII.
Los diversos momentos de esta Vigilia comprende la liturgia de luz o el lucernario, la proclamación de la Palabra que invita a considerar los portentos que Dios ha realizado en la Historia de la Salvación, empezado por la Creación y cómo Dios en la Antigua Alianza salva a su Pueblo y cómo en la plenitud de los tiempos envió a su Hijo para que realizara nuestra salvación.
En el tercer momento se tiene la liturgia bautismal en donde se puede bautizar a los catecúmenos, se renuevan las promesas bautismales y se renueva el propio bautismo con el rocío del agua bautismal, para considerar que hemos renacido con Cristo, en nuestro bautismo.
La cuarta parte, somos invitados a la mesa eucarística que Jesús, el Señor, nos ha preparado con su muerte y resurrección. Esta misa es ya misa del Domingo de Resurrección.
Con la bendición del fuego nuevo pedimos que las fiestas pascuales enciendan en nosotros el deseo del Cielo; se enciende el Cirio Pascual, verdadero signo de Cristo resucitado: con un punzón se grava la cruz en el centro y en los extremos se inscribe el año que vivimos junto con las letras Alfa y Omega, con estas palabras: ‘Cristo ayer y hoy, principio y fin, Alfa y Omega, suyo es el tiempo y la eternidad, a él la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Hemos de darle la centralidad simbólica al Cirio Pascual, como símbolo de Cristo resucitado; que con buen sentido teológico y litúrgico de desechen esas prácticas de poner imágenes poco dignas de imágenes Cristo resucitado. Después se le insertan cinco granos de incienso; así se simbolizan las llagas del Señor con estas palabras: ‘por tus santas llagas, gloriosas, nos proteja y nos guarde, Jesucristo nuestro Señor’. A través del Cirio Pascual, proclamamos que Cristo es la luz del mundo y en comunión con toda la Iglesia exultamos de gozo con el ‘pregón pascual’: se invita a alegrase a los coros de los ángeles y a las jerarquías del cielo por la victoria de Rey tan poderoso; que la tierra goce con el fulgor del Rey eterno; que se alegre la Iglesia revestida de luz tan brillante.
La liturgia de la Palabra, en sus variados textos se responde a cada uno de ellos con un salmo y con una oración a tenor de la lectura. Las lecturas del Antiguo Testamento, tomadas del Génesis, del Éxodo, de Isaías, de Baruc, de Ezequiel. Después de entonar el gloria de modo festivo y la oración colecta, vienen propiamente las lecturas del Nuevo Testamento, con el salmo precedido de aleluyas con la proclamación del Evangelio donde se anuncia que ‘Cristo ha resucitado’ (A, Mt 28, 1-10), que ‘Jesús de Nazaret quien fue crucificado ha resucitado’ (B, Mc 16, 1-7), y ‘por qué buscar entre los muertos al que está vivo’ (C, Lc 24, 1-12), según el ciclo litúrgico, sea el año A, B o C.
La liturgia Bautismal. Se suplica al Señor por el poder del Espíritu, por el Hijo, descienda sobre el agua para que los que reciban el bautismo sepultado con Cristo en su muerte, resuciten con Él a la vida. O se bendice el agua para recordar nuestro bautismo; se renuevan las promesas del bautismo, renunciando a Satanás y profesando nuestra fe en un solo Dios, que es Padre Creador, Hijo redentor, Espíritu Santo santificador y en la Iglesia comunidad aunada por la Trinidad.
La liturgia Eucarística. Celebramos el memorial de la muerte y resurrección de Jesucristo, quien es nuestra Pascua, que fue inmolado, como Cordero de Dios quita el pecado del mundo, muriendo, destruyó nuestra muerte y resucitando, restauró la vida. Que la efusión del gozo pascual nos desborde de alegría, también al mundo entero y a los ángeles y arcángeles.
Hemos de proclamar con la historia, la liturgia y la fe, ‘que en verdad, el Señor ha resucitado’ (Lc 24, 34 ); con san Pedro proclamamos que ‘Dios resucitó a este Jesús, de lo cual somos testigos todos nosotros ‘(Hech 2,32).
Se recibe una gracia especial del Espíritu Santo, pues nadie puede decir que ‘Jesús es el Señor’(cf Cor 12, 3) que significa que Jesús ha resucitado, dueño de la vida y vencedor de la muerte. El sepulcro está vacío, el Maestro está vivo. A este punto, recuerdo que el Padre Juan Manuel Pérez Romero, -de feliz memoria, me comentó un momento de gracia según el cual experimento interiormente ‘que Jesús vive’; así lo proclama san Pablo, quien asegura que Cristo vive y es la razón del cambio de vida su radical entrega a proclamar la Buena Nueva de la salvación. Él se manifiesta a los Apóstoles y a muchos hermanos; él atraviesa las puertas cerradas, en aquel tiempo del Cenáculo; hoy traspasa los corazones, atraviesa las puertas de las culturas y de los regímenes totalitarios.
A través de los siglos y hoy, proclamamos en cada eucaristía: ‘anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven Señor Jesús.
La resurrección constituye la novedad de la Pascua cristiana; es el misterio de Cristo que murió y resucitó: este es el kerigma o la predicación apostólica que proclama la Iglesia y que cada cristiano debe de vivir; es su ‘existencial’.
Los discípulos de Emaús por la compañía y el encuentro con el Resucitado Jesús regresan de su aldea entusiasmados a confesar a los Apóstoles: ‘En verdad,-en realidad, el Señor ha resucitado’, -óntos egérte ó Kyrios’ (Lc 24, 34).
Los discípulos de Jesús, de su cobardía explicable, pasan a una fe tenaz inexplicable humanamente, hasta soportar el martirio.
San Pablo nos ofrece su testimonio: ‘Porque les trasmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí; que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras, que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras, que se apareció a Cefas (Pedro) y, más tarde a los Doce. Después se apareció a Santiago y luego a todos los apóstoles. Y por último se me apareció también a mi, que soy como hijo nacido a destiempo’ ( 1Cor 15, 3-8).
El Evangelio de san Juan, nos habla del sepulcro vacío, de las vendas en el suelo y el sudario doblado aparte; ’lo vio y creyó’, el discípulo amado (Jn 20, 1-9). En los estudios contemporáneos de la Sábana Santa de Turín, se habla de una radiación misteriosa que nos deja los vestigios del Crucificado; lo interesante que las supermáquinas actuales, perciben cómo el dedo pulgar, plegado por la herida del clavo, vuelve a cierta apertura. La estampación por la radiación misteriosa ¿constata objetiva y científicamente el momento de la resurrección?
Es importante la humildad y la pureza del corazón, la sinceridad más grande, para que mediante la proclamación del Kerigma, Cristo resucite en nuestro interior. Es una experiencia única y personal, para que podamos atestiguar ‘se me apareció también a mí’ ( 1 Cor 15, 8).
La Pascua de Cristo se prolonga y actualiza en cada eucaristía, de modo litúrgico y comunitario; nos toca también, Cristo resucitado en el bautismo y en la penitencia: nos sumerge en su misterio para resucitar con Él. Pero es importante la relación personal; diríamos en el plano existencial, por la oración, llegar a la experiencia de que Cristo vive, de modo que progresivamente le dejemos el mando de nuestra vida.
La Luz de Cristo,- simbolizada en el Cirio, el gozo de la proclamación de su resurrección, el renovar nuestro bautismo y la celebración del memorial en la eucaristía, son momento del misterio de Cristo resucitado para que nuestra vida esté imperada por el existencial pascual: ‘en verdad, Cristo ha resucitado’.