Por el P. Prisciliano Hernández Chávez, CORC.
San Juan Pablo II, de feliz y de gozosísima memoria, dedicó el II domingo de Pascua, a la ‘Divina Misericordia’, con ocasión de la canonización de Santa Faustina Kowalska, apóstol de esta advocación al Corazón traspasado de nuestro Redentor, el 30 de abril del año 2000.
En la ‘Divina Misericordia’ encontramos de modo palpable y a la vez de modo profundo el misterio de la Redención de nuestro Señor Jesucristo, que ha de ser experimentado para calar en el siempre vivificante evangelio del amor misericordioso.
San Juan Pablo II, vivió bajo regímenes totalitarios, -el nazismo y el bolchevismo, en los cuales se pisoteó la dignidad humana a través de sus ideologías respectivas; cancelaban el pensar libremente y constituyeron en sí mismas, ‘la hora de las tinieblas’. Esto no ha pasado del todo, porque estos sistemas surgen de otras maneras y, diríamos, añaden más infamias contra la persona humana, con las violencias verbales o físicas, a través de otros derroteros.
La enseñanza de san Juan Pablo II, a través de esta cercanía a las llagas de las manos y del Costado, nos señala cómo el límite al mal es la misericordia. El poder de la misericordia es divino. El otro nombre de Dios, es la Misericordia, como nos enseña el Papa Francisco.
Acercarnos a la ‘Divina Misericordia’, es reconocer nuestra fragilidad y vulnerabilidades. Aún en su justicia, tendremos que experimentar su misericordia; su justicia es el inicio de su misericordia.
Las diversas narrativas de los Evangelios y del testimonio de san Pedro o de san Pablo, tiene el núcleo fundamental, que profesamos en el ‘Credo’: Cristo ha muerto, Cristo ha resucitado.
Cristo vive y muestra sus llagas gloriosas. Está presente Jesús, con su humanidad ya glorificada, para continuar su misión a través del ministerio eclesial y del servicio y de la vida de todo el Pueblo de Dios, pastores y fieles.
La obsesión por las apologéticas exclusivistas, no es sano. Ante las crisis sin precedentes que vivimos: egoísmos, individualismos, borreguimos, perversiones, las drogas, el alcohol, mediocridades, analfabetismo ético, carencias de respeto al otro, violencias, insultos, resentimientos, crímenes, el odio y las mentiras galopantes.
Esta es ‘la hora de las tinieblas’ para la humanidad. Solo la presencia viva y gozosa de Cristo resucitado, encontramos la luz, la Paz y la serenidad del espíritu.
Hemos de estar lejos de recelos y prejuicios; dispuestos a dialogar, a valorar al otro y escucharlo; con humildad y gozosa confianza dejar que la presencia del Resucitado nos impacte y nos ilumine, nos llenen de perdón y de esperanza.
Hemos de acercarnos al amor misericordioso, como fundamento de toda realidad.
Tocar las llagas gloriosas de la Divina Misericordia de Jesús, como Santo Tomás Apóstol (Jn 20, 24-28).
Al margen de la comunidad no se puede experimentar la presencia del Señor. Por eso Tomás pasa por momentos de incredulidad; no acepta que sus hermanos ‘hayan visto al Señor’.
Las dudas son legítimas, cuando son sinceras, sean de agnósticos, de escépticos o de creyentes. Porque Dios ‘ama al que es sincero de corazón’, lejos de artilugios y prepotencias que hablan de una gran pobreza intelectual.
Qué maravilloso encuentro del Señor resucitado y de Tomás: tocar sus llagas gloriosas de quien murió y ahora vive, para abrazarnos con su misericordia. Después de este encuentro no se puede seguir siendo incrédulo, sino con corazón llamante decir, ‘Señor mío y Dios mío’.
Provocar este encuentro humilde y sincero con el Señor Jesús, a través de sus llagas, sobre todo la llaga de su Corazón, acabará con nuestras dudas, nos arropará con su misericordia luminosa para seguir el camino de la vida.
Nuestro Dios, es en Jesús, el Dios herido; sus llagas gloriosas continúan en la eternidad y son fuente de vida y de salvación, a través de los sacramentos del bautismo y de la eucaristía en el tiempo; impiden que sus llagas cierren. Permanentemente está abiertas en la historia, más allá incluso de su consumación.
La fiesta de este domingo, es una invitación a celebrar, a gozar y a vivir siempre la omnipotencia del amor misericordioso de Dios.
En las santas y gloriosas llagas de Cristo inmolado y resucitado, somos vivificados y revestidos de la ‘Divina Misericordia’ de Jesús. Que de lo profundo de nuestro corazón oremos permanentemente, ‘Jesús en ti confío’.