Por Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro
Una de las más atrevidas preguntas que ha hecho el hombre a Dios según el escritor judío Amos Oz es la que Abraham le hace cuando, en confidencia amistosa, le manifiesta su intención de destruir las ciudades pervertidas de Sodoma y Gomorra. En la Biblia leemos que Abraham “de pie frente a Dios, se le aproximó y le preguntó: ¿Vas a destruir al inocente con el culpable?”.
Abraham había experimentado la cercanía de Dios al hospedarlo en su tienda, aún sin saberlo. Percibió sin embargo claramente que a Dios le es intolerable la injusticia. La experiencia de la cercanía con Dios grabó en su conciencia la convicción que Dios es un Dios moral, y fuente de moralidad. No puede mezclar ni confundir el bien con el mal, aunque crezcan juntos. Las divinidades paganas se quedan en la amoralidad o se deleitan en la inmoralidad. A Júpiter o a Huitzilopochtli agradaban las víctimas, no la pureza del corazón. Abraham, en cambio, cara a cara ante Dios, erró en su cuenta, pero acertó en la verdad: Dios es un Dios justo y justiciero. Un Dios que no ame la justicia y odie la iniquidad, no puede ser Dios.
El hombre, a través de los siglos, ha ido formando fatigosamente un entramado jurídico para conducirse con justicia y santidad con su Dios, con sus semejantes y con la creación. En el Decálogo tenemos un ejemplo de sabiduría humana y divina, que ha permitido al hombre la supervivencia sobre la tierra y alcanzar su fin último, la felicidad. De tal manera se jerarquizan y se entrelazan entre sí los mandamientos, que la violación de uno afecta a los demás.
Separar la moralidad de la legalidad, y ésta de la justicia, es enredar las pitas. Una sinrazón. El Decálogo va de más a menos: Desde el culto a Dios hasta el respeto a los bienes materiales. Los tres primeros mandamientos sostienen a todos los demás. Sumados (3 + 7 = 10) dan el número de la perfección. Culto a Dios, cultura humana y cultivo de la tierra dan al hombre la totalidad del bienestar. Allí los inteligentes –los pocos sabios que en el mundo han sido- han visto la sabiduría humana conjugada con la divina para restituir al hombre su dignidad, su plena libertad y el merecido progreso. La justa autonomía de las instituciones humanas, ni confunden las leyes divinas con las humanas, ni niegan unas para exaltar las otras. Cada una goza de su autonomía dentro del orden requerido por las demás.
Al hombre moderno le incomoda el Decálogo. Sobre todo Dios. De un plumazo borra la tríada inicial, y deja los siete preceptos restantes sin sustento. Colgados de la brocha. Mutilado el decálogo, queda un vacío que hay que llenar. Y aquí comienza la rebatinga entre los humanos. Unos reclaman el trono divino y surgen los faraones, caudillos, dictadores, tiranos y similares. Otros, aparentemente más recatados, exaltan la libertad, divinizan la razón, canonizan el pensamiento o el sentimiento, y construyen su Panteón, Olimpo o Tlalocan con sus divinidades al gusto: La Historia, El Derecho, La Ley, La Nación, El Pueblo, El Progreso, la Técnica, y se vuelven adoradores de sí mismos y esclavistas de los demás.
El viejo Decálogo de Moisés, con los valores que contiene, atesora la potencialidad requerida para sustentar todo el entramado jurídico capaz de vigorizar los derechos, libertades y crecimiento para la humanidad. Pero… Se requiere dar un paso al frente y mirar cara a cara a Dios. Abraham es el ejemplo, no Adán, quien corrió a esconder su vergüenza en el berenjenal. O, a quien todavía lo paraliza el miedo, quizás pueda decir con el Padre Placencia, al Único Justo: Así te ves mejor, crucificado…
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 15 de mayo de 2022 No. 1401