Por P. Fernando Pascual
Hay momentos de apatía. Nada parece suficiente para movernos, para lograr que nos decidamos a escribir o leer, barrer o poner orden en el armario, salir de casa o llamar por teléfono a un amigo.
Una extraña parálisis nos ata a lo fácil, a lo que ya hacemos (o lo que no hacemos…). En esos momentos, estamos más vulnerables, pues el mal puede introducirse en nuestro corazón.
Cuando sentimos la llegada de la apatía, hace falta romper la pereza o la desidia, dar el primer paso hacia algo bueno, tomar una escoba o coger el bolígrafo para subrayar un libro formativo.
De modo sorprendente, dar el primer paso tiene un efecto liberador. La apatía se hace a un lado. Haber logrado algo, aunque sea tan pequeño como ordenar un librero, nos anima a nuevas metas.
Desde luego, no se trata de dar un paso hacia cualquier cosa, porque sabemos que una mala página de Internet o un juego electrónico también rompen apatías, pero con esa terrible fuerza del mal.
Lo que importa es orientar la mente, los ojos, el corazón, las manos y los pies a algunas entre los cientos de opciones buenas que permiten avanzar hacia el servicio, la entrega, la amistad, la escucha, el trabajo por una causa buena.
Una vez que hayamos roto la desgana, que la indecisión haya quedado atrás, se activan dentro energías que permiten dar nuevos pasos hacia otras acciones buenas, con las que podemos servir, amar, invertir la propia vida en la ayuda de otros.
Cuando la tibieza o el miedo nos amenacen, cuando la desgana nos envuelva, necesitamos levantar los ojos y el corazón hacia Dios, para pedirle, con sencillez y confianza, que nos ayude, que nos fortalezca, que nos permite dar uno y muchos pasos orientados a lo único que realmente importa: amar.