Por Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro
Una de las cosas más difíciles en la vida personal, y mucho más en la comunitaria, es poner orden. No se sabe por dónde comenzar ni cómo proceder. Este deseo, aunque difícil de realizar, ha sido una de las aspiraciones de la humanidad, según el viejo adagio: guarda el orden y el orden te protegerá.
La protección personal, y más la comunitaria, dependen por tanto del orden que pongamos en nuestra vida. Y lo más humillante es que permitamos que otros nos organicen la vida según sus propios intereses. Pensemos en los políticos y los medios de comunicación. El Decálogo es precisamente un “instrumento” de orden social, moral y espiritual para salvaguardar el propio bienestar, la dignidad humana y la convivencia familiar y comunitaria.
Si miramos con detención el “orden” del Decálogo, encontramos, primero, los tres mandamientos que se refieren a la relación del ser humano con Dios: 1° Adorar al Dios verdadero, no a los ídolos; 2° Respetar su Nombre, es decir, su presencia e intervención en el mundo; y 3° valorar la dimensión sagrada del tiempo (domingo) y de la historia (fiestas). Sería ésta como la línea “vertical” de una cruz.
La línea “horizontal” engloba los mandamientos restantes: 4° Reconocer y proteger a la familia; 5° Respeto y defensa de la vida humana; 6° Relación de amor y mutua ayuda de la pareja humana, hombre y mujer; 7° Defender el derecho a la libertad y a la propia dignidad; 8° Preservar la buena fama propia y de los demás; 9° Respetar a las personas con quienes convivimos: familia, empresa, sociedad; y 10° Respeto al derecho ajeno de propiedad y uso de los bienes materiales.
Aquí tenemos un elenco de “derechos” humanos fundamentales, recibidos no inventados, con sus correspondientes “obligaciones”. El punto “crucial”, donde se cruzan y entrelazan ambas líneas, la vertical y horizontal, es el 4° mandamiento, que nos ordena “honrar a nuestros padres”. En la Biblia tiene en una bendición añadida: “Para que vivas largos años en la tierra que el Señor tu Dios te va a dar”. Aquí hay algo de suma importancia: Dios es el que da la tierra prometida y las bendiciones. Por tanto, los padres son los representantes de Dios en la tierra y, al respetarlos, nos hacemos acreedores de la bendición divina. Todo pecado en contra de los padres afecta a la relación directa con Dios, de quien procede “toda paternidad en el cielo y en la tierra”.
Este esquema que nos ofrece el Decálogo responde a la necesidad que experimenta la humanidad de encontrar un equilibrio entre la legítima autonomía de la persona, de su libertad, y de las demás realidades terrenales. Por eso debemos siempre leerlo con el Espíritu con que fue escrito, mandado y practicado por Jesús: de proteger la libertad y dignidad de los hijos de Dios.
Sin embargo, la dificultad es muy grave, porque ahora no sólo se rompe este esquema disolviendo la familia y su origen en el matrimonio entre un hombre y una mujer, sino que se invierten los “valores” (palabrita poco grata). En efecto, para el hombre moderno, la línea vertical, es decir Dios, apenas si tiene algún significado. En la actualidad, el hombre se pone en primer lugar. Margina e ignora a Dios. Más aún, lo sustituye. Esto es de todos los días en la prensa y en el discurso económico y político: primero son las inversiones, antes que el ordenamiento sapiencial para discernir cuál debe ser el correcto uso (y no abuso) de los bienes materiales. Con el Decálogo “de cabeza”, sólo nos queda pensar con los pies. Del uso correcto de los bienes temporales dependen los eternos.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 29 de mayo de 2022 No. 1403