Por P. Prisciliano Hernández Chávez, CORC.

¡Qué triste es ver un ramo de flores marchitas o la naturaleza que en su flora o en su fauna, mueren progresivamente! Más todavía, cuando un ser humano destruye a otro ser humano.

¡Qué pavorosa es la guerra que exhibe el poderío militar con suma prepotencia y altísimas tecnologías!

¡Qué penoso ver naciones, supuestamente en paz y, sin embargo, su cultura está bajo el signo de la muerte, por los feminicidios, los abortos, por todo tipo de crímenes y por la búsqueda enfermiza de poder!

Esta cultura de la muerte tiene sus justificaciones; propaganda envolvente e insistente, hasta leyes que contradicen la estricta justicia objetiva porque no protegen la vida de los inocentes. Existen como una plaga las prácticas de impunidad y retrasos graves de una aplicación de la justicia expedita por aquellos cuya misión es apoyar y velar por la seguridad.

Cultura de la muerte que se identifica con las armas y los egoísmos enfermizos y pretensiosos.

El romper la comunión en una familia o en las comunidades sociales o en la Iglesia por la reafirmación de posturas autócratas; son como ramas separadas de su tronco, que finalmente, se debilitan y se secan.

Hay creyentes de barro, quebradizos; hay ministros que muestran su barro, lejos de aquél a quien dicen seguir y provocan el escándalo y la desilusión.

Jesús, nos concede el Espíritu Santo vivificador para renovar nuestro interior y vitalizar las comunidades. Una verdadera renovación de la tierra por el Espíritu Santo vivificador.

Pentecostés es la consumación de la Pascua de Jesús.  El misterio de su sacrificio, el triunfo de su resurrección y su gloriosa ascensión, para alcanzarnos el Espíritu Santo, quien procede del Padre y del Hijo en el misterio intradivino, pero que ahora con su humanidad glorificada en virtud de su obediencia, nos dona este Espíritu, fuego vivificante, purificador, dinamizador e iluminador. Ahora se puede vivir la vida de Dios en nosotros en virtud de este Espíritu, Álito vital de Cristo resucitado, Amor personal entre el Padre y el Hijo. El nos fortalece, nos santifica, nos consuela.

Por la gracia de Pentecostés, Dios no está lejano, sino actúa en nuestro interior, si hemos sido justificados y purificados por la Sangre del Cordero por medio de los sacramentos, del bautismo, de la penitencia, de la Eucaristía…

Solo en el Espíritu Santo se puede experimentar a Dios como fuente de vida. Esa acción vivificante, puede ser discreta y silenciosa. Solo en él podemos experimentar que Dios es Amor y más cercano que nuestra propia interioridad. Él nos libera del miedo, de la mediocridad y potencia en nosotros esa cultura de la vida integral que se proyecta hasta la vida eterna.

Jesús resucitado al exhalar su Aliento, entrega el Espíritu Santo para que sus discípulos se conviertan en apóstoles de su misión, puedan perdonar los pecados y actualizar su presencia de resucitado entre nosotros ( cf Jn 20, 19-23).

El Espíritu Santo nos capacita para que se pueda comprender quién es Jesús, cuál es la dimensión de su persona, el alcance de su palabra y de su vida, su pasión, la estrecha y perpetua vinculación con este Espíritu Vivificador, que procede de él.

El Espíritu Santo nos introduce realmente en el misterio del amor entre el Padre y el Hijo.

‘Sin el Espíritu Santo, -como lo enseña Ignacio IV Hazin patriarca de la Iglesia Greco Ortodoxa de Antioquía- (1921-2012), Dios es lejano, Cristo se queda en el pasado, el Evangelio es letra muerta, la Iglesia una simple organización, la autoridad es dominación, la misión solo propaganda, el culto una evocación y el actuar cristiano una moral de esclavos. Con el Espíritu Santo, el cosmos se eleva y gime en el parto del Reino, Cristo resucitado está presente, el Evangelio es fuerza de vida, la Iglesia es una comunión trinitaria, la autoridad un servicio liberador, la misión es Pentecostés, la liturgia es memorial y anticipación, el actuar humano se deifica’.

El Papa Francisco nos recuerda que ‘Es Dios quien hace la Iglesia, no el clamor de las obras. A veces siento una gran tristeza cuando veo alguna comunidad, que con buena voluntad, pero va por el camino equivocado piensa que está haciendo la Iglesia con reuniones, como si fuera un partido político’. ‘La Iglesia no se mueve por mayoría o la minoría’. ¡Dónde está el Espíritu Santo allí? ¿Dónde está la oración? ¿Dónde está el amor comunitario? ¿Dónde está la Eucaristía? Y si el Espíritu (Santo) falta, seremos una bonita organización humanista y caritativa, incluso un “partido eclesiástico”, pero no hay Iglesia. La Iglesia es obra del Espíritu Santo’ (25 Nov 2020).

Conviene recordar una cita de la Constitución sobre la Iglesia, – Lumen Gentium, del Concilio Vaticano II: ‘Además, el mismo Espíritu Santo no solo santifica y dirige al Pueblo de Dios mediante los sacramentos y los ministerios y lo adorna con virtudes, sino también distribuye gracias especiales entre los fieles de cualquier condición…’ (b 12).

Invoquemos con frecuencia al Espíritu Divino: ‘Ven Espíritu divino, manda tu luz desde el cielo. Padre amoroso del pobre, don en tus dones espléndido, dulce huésped del alma, luz que penetra las almas. Riega la tierra en sequía, sana el corazón enfermo, lava las manchas, infunde calor al hielo’, como maravillosamente canta la Secuencia de Pentecostés. Vivamos de modo consciente y gozosamente su presencia; él nos vincula con el Padre y con el Hijo encarnado y glorificado; él es principio de comunión y de unidad en la Iglesia, en las comunidades, en la familia y en nuestro propio interior; él verdaderamente es el Espíritu Santo vivificador,-Zoontes-Dador de vida, el principio vital de nuestra alma y de toda la Iglesia, de la nueva humanidad.

 

Imagen de Juan Pablo Arias en Cathopic.com

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