Dios no es sólo el que Creador de todo, por tanto, el hacedor del hombre, ¡Dios es Padre!

Entre todas sus criaturas, Él quiso que los seres humanos pudieran, mediante Jesucristo, no sólo conocer a Dios —“A Dios nadie le vio jamás; Dios Hijo único, que está en el seno del Padre, Ése nos le ha dado a conocer” (Juan 1 18)—, sino participar de la naturaleza divina por adopción: “Nos predestinó a la adopción de hijos suyos por Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad” (Efesios 1, 5),

Sin embargo, esta filiación divina, que sólo puede ocurrir a través de Jesús, no se da por imposición: “Vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron; pero a todos los que lo recibieron les dio capacidad para ser hijos de Dios” (Juan 1, 11-12). Y en esto se ve la tremenda ternura del Padre que, siendo el Todopoderoso, jamás obliga a nadie a convertirse en un hijo suyo.

Los que ya son sus hijos, deben ser conscientes de que esto es un don divino, por lo que habría que agradecerlo todos los días.

“Miren qué amor tan singular nos ha tenido el Padre: que no sólo nos llamamos hijos de Dios, sino que lo somos” (I Juan 3, 1)

Dios tiene la plenitud de la paternidad, y de ella participan los padres terrenales al engendrar a sus hijos. Ciertamente Dios no sólo posee todas las virtudes paternales, sino también las maternales, como recordara Juan Pablo II varias veces durante su pontificado: “Es significativo que en los pasajes del Profeta Isaías la paternidad de Dios se enriquece con connotaciones que se inspiran en la maternidad”. Pero, como explicó Benedicto XVI cuando aún era cardenal, “no estamos autorizados a transformar el Padre nuestro en una Madre nuestra: el simbolismo utilizado por Jesús es irreversible”.

Efectivamente Cristo enseñó a sus discípulos: “Ustedes, pues, oren así: Padre nuestro…” (Mateo 6, 9). Y también el Espíritu Santo hace llamar Padre a Dios: “Y por ser hijos, envió Dios a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que grita: ¡Abbá, Padre!” (Gálatas 4, 6).

Abbá, así de cercano

La palabra aramea abbá era el apelativo cariñoso con que los niños hebreos se dirigían a sus padres; es como un “papito”. Y con esa misma confianza y cercanía quien es un hijo de Dios puede relacionarse con Dios, pues Él no es un ser lejano que contempla indiferente la vida de los hombres, sino un Padre misericordioso que ama a sus hijos hasta el extremo de enviar al Verbo, a su Hijo Unigénito, para que, con su Encarnación, Pasión, Muerte y Resurrección, redima a la humanidad.

Dice Yahveh: “Tú eres mi hijo: Yo te he engendrado hoy” (Salmo 2, 7). Estas palabras, que se refieren principalmente a Cristo, también se dirigen a todo el que, a través del sacramento del Bautismo, se convierte en hijo suyo.

Y si se comete el error de rechazar a Dios como Padre, ya no tiene sentido ni siquiera la paternidad humana, porque ésta es un espejo de la paternidad divina.

TEMA DE LA SEMANA: “SER PADRE: EL DON ABSOLUTO DE SÍ MISMO”

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 19 de junio de 2022 No. 1406

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