Por P. Fernando Pascual
Podemos acostumbrarnos a tener agua potable, a ver cómo los campos son bañados por la lluvia, a contemplar manantiales y ríos que alegran nuestros ojos y ayudan a plantas, animales y humanos.
Pero el agua potable, aunque a veces parece “garantizada”, puede empezar a faltarnos, sobre todo cuando llegan periodos de sequía que pueden durar meses casi interminables.
Por eso, podemos ver la lluvia como un don maravilloso de Dios, que cuida de sus criaturas, que da de beber a las bestias del campo, que sostiene a los lirios, las espigas y los robles.
Cada vez que presenciamos una buena lluvia, necesitamos dar gracias a ese Dios, “que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos” (Mt 5,45).
No podemos acostumbrarnos ante la belleza de una lluvia, porque gracias a ella tendremos nuevamente agua para los próximos días o meses. Un agua que nos resulta necesaria para el cuerpo, para los cultivos, para compartirla con otras formas de vida del planeta.
Por eso, al abrir un grifo y tener agua corriente, al destapar una botella de agua de montaña y saborearla, recordaremos que viene de una lluvia bendita, enviada como regalo por Dios que es nuestro Padre.
Entonces, daremos gracias a Dios por el don de esta lluvia oportuna, la que nos ayuda ahora, este momento de nuestra existencia, para vivificar nuestros cuerpos, para lavarnos, para regar flores y cultivos, para seguir en camino.
Así, la lluvia reciente nos vivifica y nos abre hacia una existencia eterna, cuando nuestra sed será plenamente saciada en ese manantial que nos ofrece el agua gratuita que nos da la vida plena (cf. Ap 21,6 7).