Por Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro

La provocación que generó el cristianismo entre sus primeros oyentes la describe san Pablo como una estupidez para los griegos y un tropiezo para los judíos. Los primeros buscaban sabiduría y los segundos milagros.

Cada uno reaccionaba desde su propia perspectiva, pero ambos se declararon incapaces de trascender el absurdo y elevarse hasta el misterio, la sabiduría sublime de Dios. ¿Cómo conocer el designio de Dios sobre el universo y sobre la humanidad ante un hecho tan desconcertante como el de un Dios crucificado?

Algunos filósofos de su tiempo objetaban, además, a los cristianos, el retraso de Dios en manifestarse como salvador. Qué fue de los antepasados, se preguntaban; y esto les parecía un argumento más que suficiente para considerar como fábulas los evangelios. Venida tan tardada no podía ser justificada.

Al hombre estudioso moderno merecen el mismo trato los apenas dos mil años de la venida del Salvador; y si extendemos la comparación con la edad de la aparición del hombre sobre la tierra, y aún más, con la asombrosa edad del universo, los argumentos parecen incrementar la fuerza del rechazo. ¡Una obra así, bien merecía adelantar el reloj!

El modo de presentarse tampoco parece ser el apropiado para Dios. Si consideramos que el hecho central de la fe cristiana se realizó en el silencio de la noche en un establo, y que culminó en otra noche en la boca de un sepulcro, tampoco parecen cosas muy dignas de la divinidad. Y podemos seguir recopilando dificultades si a ése Jesús, a quien nosotros llamamos el Crucificado y Resucitado, atribuimos un retorno victorioso para impartir la justicia denegada y devolver la gloria al universo agraviado y a la humanidad menospreciada.

Incontables son los retos que presenta el cristianismo a quien se cruza con él por el camino. Los evangelios advierten, a quien suceda este encuentro, el poner atención esmerada, porque quizá se encuentre con un tropiezo mayor: El hecho mismo de la existencia del misterio. El cristianismo existe, subsiste, permanece y permanecerá firme en medio de las dificultades de hoy, no distintas de las de siempre. Se impone, por tanto, la pregunta: ¿Quién está detrás de este hecho tan pertinaz y persistente?

La respuesta contundente la encontramos en boca de un sabio maestro, surgido entre el grupo de los acusadores de los discípulos, llamado Gamaliel: “Despreocúpense, dijo, de estos hombres y dejen que se vayan, porque si las intenciones y la obra de ellos vienen de los hombres, se destruirá; pero si es algo que viene de Dios no podrán destruirlos, y ustedes aparecerán como gente que lucha contra Dios”.

Es en esta perspectiva en la que se coloca buena parte de los fieles creyentes ante su fe, y les basta para sostenerse firmes en ella. Diversa es, en cambio, la de quien escamotea la cuestión, oculta la cabeza bajo la almohada y sueña sueños guajiros de complacencia. Con suficiente estudio, más reflexión, y mucho más humildad, se puede salir –Dios nos puede sacar- del atolladero. El Papa, en la solemnidad de Pentecostés, invitó con insistencia a los jefes de los estados a calibrar bien sus decisiones, pues lo que está en juego es la subsistencia misma de la humanidad.

A quienes meten mano en las fuentes de la vida humana, detestan su sacralidad, escamotean su dignidad y le niegan un sitio en el matrimonio y en el calor familiar; estropean la belleza de la creación, el disfrute colectivo de los bienes y el honor debido al Creador, el sabio consejo del viejo Gamaliel puede ayudar a escoger con tino entre lo absurdo en que nos encontramos y la claridad del Misterio que nos espera.

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 12 de junio de 2022 No. 1405

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