Por P. Fernando Pascual
Todos los días pasaba por una calle poco iluminada. Un día le robaron todo lo que tenía.
Tenía un corazón muy generoso. Un día descubrió que lo habían estafado y que estaba sin ahorros.
Había llegado a la adolescencia. Un día avisaron a sus padres que lo acababan de encontrar fuera de la escuela con una sobredosis de droga.
Ante ciertas noticias y hechos, cercanos o lejanos, a veces escuchamos un comentario que se repite con frecuencia: tarde o temprano, eso tenía que ocurrir.
Ese comentario puede ser una fórmula vacía, pero en ocasiones refleja un modo de pensar según el fatalismo, como si ciertas acciones estuviesen determinadas y tuvieran que ocurrir necesariamente.
Hay casos en los que el “tenía que ocurrir” resulta casi natural: si uno maneja su automóvil con nervios y sin prestar atenciones a los otros, es casi seguro que llegará el día del accidente.
Pero en otros casos el “tenía que ocurrir” no era tan obvio. Incluso, si analizamos bien el desarrollo de los hechos, podríamos concluir que aquello “no tenía que haber ocurrido”.
El fatalismo con el que se interpretan ciertos hechos se construye desde una visión determinística, en la que lo ocurrido sigue leyes férreas del destino que nadie podría evitar.
La realidad, en cambio, no es fatalista, ni está sometida a un destino trágico, porque los seres humanos podemos elegir entre diversas opciones y cambiar el desarrollo de los hechos.
Por eso, el hijo adolescente no estaría determinado a drogarse, porque tiene en su mente y en su corazón la capacidad para decir no a malos amigos y sí a actividades sanas y provechosas.
Como también esa persona de gran corazón puede tener la suficiente dosis de prudencia que le permita defenderse ante propuestas que parecen buenas pero que encierran insidias destructivas.
No podemos pensar según el fatalismo, porque tenemos en nuestras manos el poder de una libertad que continuamente nos pone ante miles de opciones, malas o buenas.
Toca a cada uno formar la propia mente y el propio corazón para entender mejor las opciones que descubre ante sí, para apartarse de todo aquello que le dañe y dañe a otros, y para recorrer caminos que lo acerquen al objetivo más hermoso: vivir en el amor a Dios y a quienes viven a nuestro lado.