Por P. Prisciliano Hernández Chávez, CORC.
Vivimos situaciones complejas cuyas raíces se pueden ubicar en un capitalismo salvaje, en las posturas totalitarias autocráticas de las ideologías que han dado bandazos políticos, sociales y éticos, de hechos de contingencia histórica que se erigen en normas absolutas de criterio cultural, de pobreza y más pobreza hasta la miseria deplorable.
La mentira, la descalificación y el sofisma, campean en una sociedad cada vez más polarizada. Es difícil el diálogo sereno y objetivo que considere como algo imprescindible e incuestionable el respeto a la persona. De las posturas viscerales, se pasa con facilidad a las palabras ofensivas y a la burla soez, con el gravísimo peligro de pasar a acciones violentas. Los crímenes de todo tipo dan saldo negativo de una cada vez lejana convivencia en paz y de socialidad.
El ser humano es persona y por eso mismo es responsable de sus actos; de lo que dice, cómo lo dice; de lo que hace y cómo lo hace. Tiene por su condición de persona una responsabilidad ética que lo hacen mejor o peor.
Cada persona realiza su esencia en la relación interpersonal con la familia o con la sociedad. De aquí que la persona sea lo más importante en cuanto tal en su relación digna y respetuosa con los demás; no la sociedad sobre la persona, ni el individuo sobre la sociedad.
El concepto persona ha sido altamente valorado en la fe cristiana y católica a través de los siglos, por sus características propias y por su dignidad superior a la naturaleza. Desde los Concilios trinitarios de Nicea (325) y Constantinopla (381); el cristológico como el de Calcedonia (451) y el diríamos ‘mariológico’ de Éfeso (431) por la proclamación dogmática de la Theotócos, o de María como la Madre de Dios, porque es la Madre de la persona del Verbo en cuanto engendrado por ella bajo el Espíritu Santo, hasta el último Concilio Vaticano II con su documento ‘Gaudium et Spes’ y en parte el ‘Dignitatis Humane’. ‘La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la unión con Dios’(G et S 19 a).
Ciertamente, toda la enseñanza de la Iglesia toca ese tema de modo transversal. Porque la afirmación de Dios es la afirmación del Hombre; negar a Dios se debilita o se niega al Hombre, a sus derechos y a su dignidad.
Estos Concilios primeros disciernen en distinguir las tres Personas divinas sin comprometer su unidad de esencia, sustancia o naturaleza.
Para el pensamiento cristiano-católico, la persona, es lo más perfecto entre toda la realidad; por su cuerpo pertenece a la naturaleza, por su alma la trasciende. La persona es el ser de naturaleza racional, sea un inválido, el enfermo psíquico, el anciano, el feto, porque la condición de persona se tiene por naturaleza y no por ser capaz de realizar ciertos actos. La dignidad es permanente en cualquier circunstancia o contingencia.
Por eso es necesario conocer y defender la ontología de la persona, más allá de los fenómenos psicológicos, étnicos, ideológicos, políticos y sociales. Es inaceptable, por absurdo, el planteamiento de Locke quien afirma que ‘el Sócrates dormido no es el Sócrates despierto’, porque el dormido no es persona en ese momento.
Qué importante es el pensamiento sobre el ser humano como persona; por su misma naturaleza es ser relacional. Su subsistencia objetiva tiene esa categoría de relación. Posee la inteligencia, la voluntad y la libertad. Es esencial su relación con Dios y con los demás, con el Tú divino y el tú humano, ordenado a un nosotros.
La dignidad humana principia desde el inicio de su concepción, porque ya es persona. Esta dignidad estriba en su apertura a la trascendencia, en esa apertura a Dios como a su único fin. Es la única criatura que Dios ha amado por sí misma, como lo señala el Concilio Vaticano II; dignidad que le pertenece por su naturaleza.
En cierta mentalidad moderna no se es persona sino se está el estado de persona. No importa su dimensión ontológica propiamente.
Se ha buscado que el hombre sea el absoluto, desde la propia conciencia o libertad, haciendo al ser humano un fin cerrado en sí mismo; entendemos que el único absoluto es Dios y que el ser humano tiene muchos límites que por ellos es imposible ser de hecho absoluto, es decir, ‘sin límites’.
Solo desde el Amor absoluto, incondicional e imperecedero se funda la dignidad de la de la persona humana.
Recordamos estas afirmaciones de Emil Brunner, quien de la filosofía pasa a la teología personalista, citado por Carlos Díaz: ‘…solo Dios es verdaderamente persona, el hombre es persona análogamente como imagen de Dios’; ‘el hombre como un todo, ha de ser entendido desde Dios; aun la ‘humanitas’,-humanidad, ahora existente ha de ser entendida a partir de la imagen original de Dios o en relación con Dios’; ‘El hombre no es cognoscible desde sí mismo, sino solamente desde Dios’; ‘La personalidad humana es el ser llamado por Dios a la existencia. Lo que el hombre natural experimenta oscuramente en su conciencia moral como conocimiento de la responsabilidad, se hace luminoso y claro en el encuentro con Dios que se autorrevela y esta autorrevelación nos quiere para sí’.
Dios es Amor en sí mismo, por esencia. El amor de los discípulos y apóstoles de Jesús no puede prescindir de esta realidad revelada; desde Cristo, en Cristo y por Cristo Jesús se fundamenta la verticalidad, -dirección al Padre, y la horizontalidad,-hacia los humanos, las personas. Solo en apertura desde Cristo al Padre, se puede conocer la clave del universo, el valor de la persona humana, su esencia y su destino, en el tiempo y en la eternidad. Para el discípulo de Jesús el criterio de la verdad de la persona es el Amor; no hay vuelta de hoja.
Para mantener la paz entre las personas, es necesario cumplir la justicia en sus expresiones y acciones. Los Mandamientos de la Ley de Dios, -en perspectiva de Antiguo Testamento, recalcan la justicia: el amor debido a Dios, el respeto a los padres, el respeto a los demás en su integridad física y moral, en el respeto a sus bienes; el respeto de palabra,- no difamar ni calumniar ni mentir. Mandamientos que están al alcance y deben de ser cumplidos, como lo señala el Deuteronomio (cf 30, 10-14). En el pasaje de Lucas (10, 25-37) en la Parábola del Buen Samaritano, ante la pregunta del doctor de la ley ‘quién es mi prójimo’, porque éste conocía la ley de ‘Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con todo tu ser, y a tu prójimo como a ti mismo’; entendía que su prójimo era otro israelita. Jesús lleva a la plenitud la ley; él es la Ley, como él hay que amar. ‘Ámense como yo los he amado’. Jesús valora más allá de la justicia a las personas, precisamente con su amor misericordioso. Como lo sintetiza san Juan ‘En esto se ha manifestado el amor de Dios por nosotros: en que ha mandado a su Hijo único al mundo para que nosotros vivamos por él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sin en que Dios nos ha amado a nosotros y ha enviado a su Hijo como víctima de propiciatoria por nuestros pecados (1 Jn 4, 9 s). Cristo ama a todas las personas, porque el Padre las ama. Este es el fundamento primero y último de la dignidad y la grandeza de la persona humana.
Debe darse una implicación existencial en continuidad con el método de la Encarnación, por vía sacramental, como señala el Papa Francisco en su extraordinaria Carta Apostólica ‘Desiderio Desideravi’ (cf nº 42, -29 Jul 2022). Cristo prolonga su encarnación en los sacramentos, por el don del Espíritu Santo, alcanzado por su resurrección comunicado en Pentecostés, particularmente del bautismo y la Eucaristía. Él nos trasforma en él mismo.
La dignidad humana, pues tiene su principio y su coronación en el Amor misericordioso de Dios trino, Padre que es origen de todo amor, el Hijo amado trasmisor del Amor entre el Padre y él , quien es el Espíritu Santo, su Beso y su Abrazo.
Termino con estas palabras del Papa Francisco: “Toda la creación es manifestación del amor de Dios: desde que ese mismo amor se ha manifestado en la plenitud de la cruz de Jesús, toda la creación es atraída por él. Es toda la creación la que es asumida para ser puesta al servicio del encuentro con el Verbo encarnado, crucificado, muerto, resucitado ascendido al Padre” (íbidem 42).