Por P. Fernando Pascual
Pensamos continuamente en el futuro con la ayuda de previsiones y de pronósticos que pueden ser más o menos seguros.
Las previsiones nos hablan de un aumento de precios dentro de tres meses, de la llegada de una buena cosecha este verano, de mejoras en las autopistas y carreteras para el próximo otoño.
También tenemos previsiones sencillas, sobre lo inmediato: que el tren llegará a tiempo, y así espero tranquilo; o que no llegará a tiempo, y así planifico otra ruta.
Luego, el paso del tiempo y los hechos confirman o desmienten lo que las previsiones nos habían dicho. Aunque el médico había previsto que la recuperación duraría tres meses, al cabo de mes y medio estamos plenamente restablecidos.
Nuestra mente y nuestro corazón descubren, ante la fragilidad de las previsiones, que el futuro escapa a nuestro control, que tenemos que estar abierto a tantas sorpresas (buenas o malas) que la vida nos pre- senta continuamente.
Ello no significa abandonarnos a la imprudencia. Antes de emprender un viaje, hay que considerar muchos aspectos importantes, que van desde el dinero disponible hasta las medicinas que es bueno incluir en la maleta.
Pero por más previsiones que hagamos, por mejores o peores que sean los pronósticos, siempre hay hechos y comportamientos que rompen todos los planes y que nos lanzan hacia horizontes imprevistos.
Frente a cada cambio inesperado, ante una respuesta nunca imaginada de aquel familiar o amigo, aprendemos a corregir nuestras expectativas, a remodelar los planes, a adaptarnos a la realidad.
Nos colocaremos, entonces, en una perspectiva diferente a partir de nuevas previsiones. En ellas, si tenemos fe, tendremos presente esa acción misteriosa que se llama providencia divina, y que nos guía, con o sin previsiones, poco a poco hacia el encuentro de un Dios que nos ama infinitamente y nos espera en su casa para un abrazo eterno.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 3 de julio de 2022 No. 1408