Por P. Prisciliano Hernández Chávez, CORC.
El filósofo Martín Buber, afirmó que el mundo moderno había desnaturalizado la ciencia y la técnica en una empresa titánica de esterilización de la Palabra.
De aquí se explica en parte el decrecimiento de la oración y de unas relaciones plenamente humanas en las cuales la Palabra de Dios y las palabras humanas sean infravaloradas. El estudio y la reflexión sobre la Sagrada Escritura, no puede quedarse en este nivel, porque entonces la Palabra enmudece.
Dios no ha dejado de hablar ni las personas en cuanto humanos. Los ‘cielos cantan la gloria de Dios y el firmamento anuncia la obra de sus manos’; Dios nos habla con el lenguaje de las flores; Dios nos habla a través de la palabra tierna de una madre o a través de las lágrimas de un niño o del clamor del pobre y del enfermo; Dios nos habla a través de los acontecimientos y nos habla especialmente a través de la Santa Biblia y de una manera extraordinaria, -aunque parece un modo ordinario, a través de la Liturgia que es el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo y de su Cuerpo que es la Iglesia.
¡Qué importante es orar la Palabra y orar la propia vida!
Jesús, el Señor, es modelo de oración y nos enseña a orar (cf Lc 11, 1-13); nos concede el don del Espíritu Santo para que él ore en nosotros con gemidos inenarrables; también hace falta nuestra disposición y colaboración.
El deseo es primordial, ante una vida agitada y superficial: ¡Dios, tú eres mi Dios, a quien busco! Tengo sed de ti; por ti desfallezco en una tierra desierta, agotada, sin agua (Sal 63<62>, 2). En este ardiente deseo ya actúa el Espíritu Santo; es el Espíritu quien gime en el interior. Nunca podrán colmar nuestra sed de infinito y de amor, las cisternas agrietadas ( cf Jer 22,13), de las decepciones y de las angustias. De aquí surge la humildad de corazón, necesaria para ese encuentro con la Plenitud del Amor, de la Palabra con nuestra nada.
No se puede pensar que en la oración se está ante algo imaginario; es un ejercicio de fe, de esperanza y, sobre todo, de amor, que puede implicar los anteriores. No olvidar que Dios está más allá de nuestras imaginaciones; que revela su presencia al humilde y sincero de corazón; se requiere de paciencia. El lugar de la oración es el propio corazón; otro es secundario, pero nos puede ayudar a escogerlo ante el bullicio; nuestra habitación, un templo, que debe ser ‘casa de oración’, nos permite el recogimiento y puede propiciar el silencio interior, para escuchar al Señor que se acerca y nos habla.
‘El que ama conoce a Dios’, como nos enseña san Juan; en nuestra apertura al tú humano, nos facilita la apertura al Tú divino. Ante tantos obstáculos para la relación humana por la palabra, una mirada, un gesto de acogida, ya es lenguaje de apertura. La apertura al tú y la fidelidad a la palabra dada, nos dispone a la oración. Nuestro ambiente dificulta el diálogo; se vive sometidos al criticismo de todos contra todos; la irritabilidad está flor de labios. Se puede dar el peligro del monólogo interior, como proyección de susceptibilidades y frustraciones.
La oración exige necesariamente la reconciliación y el propiciar el respeto a toda persona humana. Es una pena que los conflictos sociales envenenen nuestro ámbito familiar y de amigos. Cuando nos cerramos a un hermano, nos cerramos al Padre, de todos, que conoce nuestros secretos.
Por eso el ‘corazón’ es el auténtico lugar de la oración, porque Dios nos habla desde su corazón a nuestro corazón.
Si oramos, hemos encontrado el camino del corazón; la Palabra de Dios, -Jesús mismo, y el Espíritu Santo, disponen ese encuentro dialogal divino y humano.
Parece que el tiempo, en la práctica, lo hemos desnaturalizado transformándolo en espacio. La agenda, llena; y ‘si no agendas te agendan’. Cronos, el tiempo, nos devora. Nos puede deshumanizar. Qué importante es la indicación del Qohelet ‘Más vale llenar un puñado con reposo que dos puñados con fatiga’ (4,6). El tiempo no se vive como don de Dios. Existe la precipitación, madre de todos los vicios, como afirma san Francisco de Sales.
La oración como encuentro con Dios, nos exige calma, reposo, paciencia, lejos de todo nerviosismo y ansiedad. Darle tiempo a Dios es poner nuestra existencia conscientemente en sus manos paternales.
El silencio interior nos permite la atención del corazón a la Palabra palpitante del Padre, que es su Hijo-Verbo; escuchamos la Palabra que eternamente pronuncia el Padre y puede pronunciarla en el reposo íntimo de nuestra alma. Jesús nos invita a permanecer en su Palabra, en él mismo, para que el Padre y él nos amen y vengan a hacer en nosotros su morada, su excelente y verdadera casa de oración.
Ante la escucha, viene la respuesta de confianza, de abandono, de contrición, de admiración, de alabanza, de súplica.
En suma, podemos recordar lo que dice el ‘Youcat para la Infancia’ ¿Qué es orar? Orar es halar con Dios. Orar es estar con el corazón en él. Orar es buscar el silencia. Orar es escuchar a Dios. Orar es darle gracias, pedirle y decirle todo: tus preocupaciones, tus temores, lo que oprime tu conciencia, lo que te produce alegría. Orar significa también aceptar la tristeza y pedirá Dios que se haga presente en las dificultades. Nuestro Padre celestial está siempre cerca de nosotros…’ (nº 139).
Los discípulos de ayer, de hoy y de siempre le suplicamos a Jesús Nuestro Señor, que nos enseñe a orar. Nos ofrece la oración, -síntesis de toda oración y síntesis del Evangelio, ‘el Padre Nuestro’; si inscribimos las siete peticiones en una escalerita, de arriba hacia abajo,-como la rezamos, es la oración en sí misma; pero si la subimos peldaño por peldaño, así la podemos vivir y podría indicar nuestros avances en la vida espiritual: ‘líbranos del mal’, ‘no nos dejes caer en tentación’,-regresar a lo anterior,’ perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden’, ‘danos el pan de cada día’; hasta aquí es la primera etapa de la vida espiritual. Cuando decimos y lo queremos vivir de corazón ‘hágase tu voluntad…’ se inicia en serio el paso de conversión a la santidad; participamos de la Palabra omnipotente de Dios ‘hágase, hagamos’; ‘hágase en mi según tu Palabra de la Sma. Virgen María y el Siervo doliente, Jesús ‘he aquí Padre que vengo a hacer tu voluntad’. Y el último, cuando reconocemos en el Espíritu Santo, al Padre Nuestro del Cielo, hemos llegado a valorar y entender la fraternidad de comunión, con todos los hermanos, los humanos y con toda la creación al estilo de san Francisco, ‘la hermana agua, el hermano sol, la hermana luna’…
Por eso, para amar de verdad hay que orar en espíritu y en verdad; para orar necesariamente tenemos que amar para realizar la comunión de personas, divinas y humanas.
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