Por P. Fernando Pascual
Encontramos personas ariscas, que responden secamente, que no muestran apenas interés por otros, que parecen prisioneras de frustraciones y amarguras.
Encontramos también personas que saben acoger, que tienen no solo educación, sino empatía, que contagian con su ternura y su apertura.
Es difícil tratar con quien nos trata duramente, con quien reprocha y corrige sin tacto, con quien nos dice, con gestos y palabras, que le dejemos en paz.
En cambio, tratar con quien es atento, sabe escuchar, se interesa por nosotros, resulta mucho más fácil, además de que nos llena de una serena paz e infunde confianza.
Al percibir la belleza del encuentro con personas buenas, podemos preguntarnos: ¿cómo acojo a los otros? ¿Qué ven los demás en mí? ¿Cómo miro a quien me pide dónde está una calle o cuáles son los horarios de los trenes?
Si me siento alegre al encontrarme con una persona que sabe acoger, también yo puedo alegrar un poco la vida de otros si los recibo y acojo con un corazón abierto y verdaderamente cariñoso.
No resulta fácil tener una actitud interior de paz y de acogida, sobre todo cuando problemas de salud, o golpes de la vida, han dejado huellas en nosotros y nos empujan a encerrarnos en nuestro interior y a desconfiar de otros.
Pero si superamos las penas interiores y vemos a los demás con una mirada diferente, capaz de reconocer no solo su dignidad, sino su belleza interior como seres humanos, entonces podrá ser más fácil ofrecerles una acogida consoladora.
El mundo está lleno de conflictos y tensiones por falta de cariño. Cada vez que aprendemos a vivir abiertos a los otros, cada vez que nos dejamos amar y ofrecemos amor, el mundo da un paso hacia la paz verdadera, que surge cuando nos dejamos amar por Dios y aprendemos a amar a tantos hombres y mujeres que caminan a nuestro lado.
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