Por Ma. Elizabeth de los Rios Uriarte
Los recientes acontecimientos ocurridos contra Monseñor Rolando Álvarez y sus colaboradores en Nicaragua, así como los anteriores en donde se expulsó a las Hermanas de la Caridad, así como la clausura de emisoras de radio católicas, la prohibición de oficiar misas en los templos y el recrudecimiento de la violencia hacia religiosos, religiosas y laicos comprometidos de nuestra Iglesia Católica en dicho país recuerdan, no sólo las atrocidades cometidas durante las dictaduras militares de los años setentas y ochentas en nuestro territorio Latinoamericano, sino que nos remiten al momento mismo de la fundación de nuestro cuerpo en la figura de Jesucristo crucificado injustamente y la persecución de las primeras comunidades cristianas.
La Iglesia Católica, como Jesús mismo, ha sido incómoda para muchos a lo largo de la historia. El deseo mezquino de poder, de riqueza, de alabanza tanto de individuos como de gobiernos ha despertado la voz profética de sacerdotes, monjas, religiosos y laicos comprometidos que valientemente denuncian que ese no es el camino y menos, cuando, para lograrlo, se pasa por encima de las personas y de las comunidades con violencia y represión.
La Iglesia Católica desde los sorprendentes testimonios de los muchos mártires que han surgido, precisamente en momentos tormentosos y de dificultades, como la que vivieron durante la crucifixión de Jesucristo y la salida impulsada por el Espíritu, a predicar y anunciar el Evangelio a otros países empezando por las “columnas” de nuestra fe en San Pedro y San Pablo, y siguiendo por las expulsiones masivas de congregaciones religiosas como los jesuitas, hasta llegar a las desapariciones, torturas y asesinato contra miembros de la Iglesia durante las dictaduras latinoamericanas donde leemos los nombres de Monseñor Angelleli, Padre Rutilio Grande, Monseñor Oscar Romero, Ignacio Ellacuría y compañeros mártires de la UCA en El Salvador, sin olvidar los años veinte en México con la guerra cristera con mártires como Anacleto González, el beato Miguel Agustín Pro y San José Sánchez del Río, la Iglesia ha dado cuenta suficiente de estar “del otro lado de la historia”.
Aquello que ha marcado su postura siempre ha sido lo mismo que conmovió el corazón de Jesús: los pobres. Entonces, las viudas, los enfermos y los leprosos, ahora los migrantes, las mujeres, los indígenas, los refugiados, etc. Mismos pobres con rostros diferentes. Misma predilección, con escenarios y circunstancias distintas.
El mensaje que proclamamos no es sólo un discurso teórico y abstracto sino que hunde sus raíces en la realidad misma que duele e interpela y desde ahí pasa de la palabra a la acción y se encarna en nombres concretos y en situaciones específicas. Su fundamento es subversivo porque se encuentra en el amor mismo, en eso que es fácil de decir y difícil de practicar. La Iglesia no juzga, ama, no condena, acoge y esto es lo que molesta a quienes no logran llevar a la práctica su discurso populista. Mientras que ellos se quedan en la idea, nuestra Iglesia aterriza en la realidad.
Así, testimonios valientes que, a pesar de las amenazas y peligros permanecen a lado de los pobres y caminan junto a ellos desenmascaran la incongruencia de los gobiernos que predican planes de trabajo a favor de los pobres y hacen de sus palabras banderas falsas pues revelan aquello de lo que estos carecen: compromiso y misericordia.
Nicaragua hoy revive esos escenarios que pretenden dominar por medio del terror, pero las Hermanas de la Caridad expulsadas, las emisoras de radio clausuradas, los religiosos, monjas y laicos perseguidos y violentados, así como la sustracción violenta y detención de monseñor Rolando Álvarez y colaboradores, lejos de atemorizar avivan el deseo de ser y seguir siendo mensajeros de paz y de reconciliación pero sabemos muy bien que, para lograr esto, se requiere la libertad como condición principal; sin ella, no hay diálogo ni encuentro y sin éste no hay perdón ni reconciliación.
Es menester exigir la libertad como condición de pacificación, mientras el gobierno de Ortega no reconozca sus propias limitaciones y su propio plan de trabajo fallido, tampoco reconocerá que la única forma de construir una Nicaragua mejor es la vía de la colaboración entre el gobierno y la Iglesia.
Ahora, como antes, la Iglesia Católica es signo de lucha pero también de esperanza, no permitamos la represión como medio para avanzar. Sin libertad no hay liberación proclamaba Ellacuría, exijamos las condiciones que permitan el encuentro fraterno y el diálogo conciliador.
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