Por Jaime Septién
Decía el arzobispo Fulton J. Sheen que “al declararnos independientes de Dios nos hacemos esclavos del mundo”. Esa esclavitud no conduce, digo yo, a la negación de Dios. Lo dejamos ahí, quietecito, solamente a la mano cuando las cosas se ponen feas.
A mi juicio la esclavitud mundana supone dos cosas (en las que soy el primero en caer): la comparación y el desconsuelo. Recuerdo cuando era niño el poema “Desiderata” que recitaba una voz engolada: “Si te comparas con los demás, te volverás vano y amargado, pues siempre habrá personas más grandes y más pequeñas que tú”. A las grandes las envidiamos; a las pequeñas las despreciamos.
La comparación lleva “al peor de los pecados que un hombre puede cometer”, según Borges: no ser feliz. Desconsolados por el fracaso, porque no llegamos a dónde queríamos llegar; la colgamos a los demás, especialmente a los cercanos, las razones de la derrota. La salida seguramente no es ganar la lotería ni tener el mejor puesto, el mejor coche, la mejor escuela… La salida, volviendo al dicho de monseñor Sheen, es la independencia del mundo y, por tanto, la dependencia de Dios.
Es el tan traído y llevado camino de santidad. “Ah, pero eso es para los curas y las monjas, ¿no?” Pues no. Es para ti y para mí. El Papa Francisco lo resume de forma sencilla: “Santidad es un ofrecimiento de la propia vida por los demás, sostenida hasta la muerte”. ¿Y eso para qué sirve? Para salvar al mundo.
Imagen de Carlos Daniel en Cathopic
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 14 de agosto de 2022 No. 1414