Por P. Fernando Pascual

Unos amigos salen de paseo. No nos han invitado. Sentimos algo de pena. ¿Por qué no pensaron en nosotros?

Otros amigos organizan una visita al museo. En seguida nos llaman para pedir que nos unamos al grupo. ¿Por qué nos invitaron?

Ser invitado significa que alguien piensa en mí, que desea que esté a su lado en una tarde de descanso o de estudio, de fiesta o de cine.

Es cierto que algunos son invitados porque tienen dinero y se espera que paguen la cena, o el viaje, o las entradas al cine.

Pero muchas otras veces alguien me invita simplemente porque me aprecia como amigo, porque desea mi compañía, porque quiere ofrecerme su afecto.

Si ser invitado causa paz, incluso da seguridad al ver que otros piensan en mí, puedo darme cuenta de que otros esperan que les invite, aunque solo sea a tomar un helado juntos.

En cierto modo, el hecho de invitar y ser invitado se aplica a nuestras relaciones con Dios. ¿No nos explicó Jesucristo que el Reino de los cielos es como un banquete al que todos hemos sido invitados (cf. Mt 22,1-14).

Dios siente alegría cuando ve que, como hijos, aceptamos su invitación, cuando vamos a la fiesta, cuando nos sentimos felices en su casa.

En cambio, Dios se siente triste cuando ve que preferimos nuestros pequeños asuntos y dejamos a un lado el inmenso amor que nos ofrece al invitarnos al gran banquete del Reino de los cielos.

Este día puedo recibir una invitación que me alegre, que me haga sentir apreciado, que sirva para renovar una amistad.

Sobre todo, puedo escuchar a Dios que, sin obligarme, me invita a abrir la puerta y a dejarle entrar en lo más íntimo de mi alma para estar simplemente juntos, como amigos…

Imagen de Jackson David en Pixabay

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