Por Rodrigo Guerra López
La polarización política en Argentina se ha extremado luego del atentado contra la vicepresidenta Cristina Fernández, viuda de Kirchner. Acusada de corrupción, un hombre desequilibrado le apunta con una pistola a unos centímetros de su rostro, y al accionar el gatillo, la bala se atora. En los grupos opositores se corre el rumor de que es un autoatentado. En atmósferas peronistas se le defiende a capa y espada y se piensa que los responsables se encuentran en el mundo del expresidente Macri. En cualquier caso, la sociedad se fractura aún más, mientras la inflación continúa a 8 por ciento mensual y la tensión social crece día con día.
El escenario argentino momentáneamente eclipsa al escenario chileno, que no es mejor. El 4 de septiembre, 15 millones de personas salen a votar la propuesta de nueva Constitución.
Tras el estallido social de octubre de 2019, los chilenos buscaron una salida institucional. En 2020, 78 por ciento de la población optó a favor de la necesidad de una nueva Carta Magna. Sin embargo, los contenidos no han logrado consensos esenciales. El rechazo del texto, según las encuestas, es tan amplio como su aceptación. Sin embargo, en cualquier caso, e independientemente del resultado, grandes segmentos de la población no miran a la nueva Constitución como una reconciliación histórica, sino como objeto de división.
En Nicaragua, el encono, el miedo y el hartazgo social “flotan en el aire”. El obispo y los sacerdotes detenidos desde hace un mes son sólo parte de un gran contexto en el que todas las voces disidentes han sido acalladas por parte del gobierno: oposición política, medios, organizaciones no-gubernamentales, etc. Los “puentes están rotos” y la voluntad de reconstrucción de estos escasea en todos los sectores.
El caso mexicano, mucho más complejo que los anteriores, en parte por el tamaño y la diversidad del país, está marcado por la sangre: alrededor de 90 homicidios al día en los últimos tres años. El discurso gubernamental acusa a toda disidencia —de izquierda, de derecha o de centro— de colusión con el “conservadurismo”. Y mientras, el pueblo real fácilmente se vuelve víctima de los discursos radicalizados y de las fake news que circulan a mansalva por WhatsApp.
La historia es una gran maestra y no deja dudas en este tipo de escenarios: cuando se claudica a la voluntad de diálogo, el único camino que queda es el de la confrontación violenta. Dialogar es riesgoso, pero siempre es mejor que llenarse las manos de sangre. Hace poco, un extremista me decía: “no se dialoga con el demonio, con la persona X, ya no se puede”. Es mi convicción que esto es un error. Mientras haya libertad, existe la posibilidad, —remotísima si se quiere—, de avanzar en otra dirección. De hecho, esta es una de las certezas que he aprendido del papa Francisco: demonizar al prójimo, además de ser teológicamente deficiente, en el fondo suspende el valor de una antropología adecuada: aún el hombre más sumergido en el mal no debe ser causa para claudicar a la esperanza. Por supuesto, la esperanza no es contraria a la justicia y a la verdad. Pero ambas se alcanzan al afirmar que el otro, sea quien sea, posee una dignidad que lo trasciende.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 11 de septiembre de 2022 No. 1418