Por P. Fernando Pascual
Cada acción que realizamos produce algo en nuestra mente y en nuestro corazón. Eso se aplica tanto para lo bueno como para lo malo, para un acto de amor y para el pecado.
En cierto sentido, se puede hablar de la factura del pecado, como si se tratara de una deuda, de un daño, que cada pecado deja en nuestro interior.
Pecamos, ciertamente, porque pensamos que con un pecado alcanzaríamos algún “bien”: satisfacer una ambición, ceder a la glotonería, desahogarnos de nuestra rabia, aprovechar un placer deshonesto.
Pero luego, llega la factura, que a veces nos produce daños insospechados. Esa factura puede ser simplemente un remordimiento, un malestar general, o, en ocasiones, una enfermedad física o psicológica.
Otras veces la factura llega en nuestras relaciones. Aquellas palabras que manifestaban nuestro desprecio hacia un familiar han provocado un grave daño en el hogar y en las relaciones con los otros familiares.
Quisiéramos, entonces, eliminar los daños, las facturas, que dejan nuestros pecados. Sabemos que con un arrepentimiento sincero, y tras una buena confesión, esos pecados quedan perdonados. Pero las consecuencias, por desgracia, no se borran fácilmente.
Evitar un pecado por miedo a la factura, lo sabemos, es algo insuficiente: si luchamos para no pecar es porque deseamos vivir en el amor, porque queremos ser auténticos cristianos.
Sin embargo, el miedo a la factura puede ayudarnos a contener la lengua, a evitar una mirada maliciosa, a detener la mano cuando estamos a punto de apropiarnos de lo ajeno, a no entrar nuevamente en esa página de Internet que crea adicción a los juegos de apuestas.
No pecar por amor es siempre el ideal. No pecar por temor, aunque no sea lo ideal, ayuda a evitar pecados que tanto daño causan, a vivir con menos “facturas”, y a avanzar en esa lucha diaria por librarnos de las ataduras del mal, de modo que seamos un poco más libres para amar.
Imagen de Niek Verlaan en Pixabay