A lo largo de la historia se han desarrollado distintas maneras de gobierno: matriarcado, patriarcado, teocracia, democracia y, desde luego, monarquía.

La palabra monarquía viene del griego mónos, que significa “uno”, y arjéin, que significa “gobierno”; por tanto, monarquía es el sistema político en el que el poder supremo se concentra en la voluntad de un solo individuo.

Se lee en el Nuevo Testamento: “Cada uno en esta vida debe someterse a las autoridades. Pues no hay autoridad que no venga de Dios, y los cargos públicos existen por voluntad de Dios” (Romanos 13, 1); y también: “Sométanse a toda autoridad humana por causa del Señor: al rey, porque tiene el mando; a los gobernadores, porque él los envía para castigar a los que obran mal y para animar a los que obran bien” (I Pedro 2, 13-12). Por tanto, autoridad civil no tiene que ser por fuerza la de un monarca, sino que se contemplan también otros tipos.

Ya lo dijo León XIII en su encíclica Diuturnum illud, de 1881: “No hay razón para que la Iglesia desapruebe el gobierno de un solo hombre o de muchos, con tal de que ese gobierno sea justo y atienda a la común utilidad”.

El gobierno monárquico no sólo pretende que el cargo de rey sea vitalicio, sino que se adquiera de forma hereditaria, amparándose en la presunta idea de que así lo quiere Dios.

Pero, al mismo tiempo, no es raro que la monarquía viva alejada o incluso opuesta a Dios. Piénsese, por ejemplo, en el rey de España, Felipe VI, que ya no quiso Misa de coronación, que en el discurso de toma de posesión no mencionó ninguna vez a Dios, y que decidió que su hija Leonor, futura reina de España, no reciba formación religiosa católica en su escuela.

O la familia real británica, entre cuyos miembros han abundado los masones de la más alta jerarquía (entre ellos el padre y el esposo de Isabel II), por no mencionar su visión favorable a la reducción radical de la población mundial.

Las monarquías absolutas casi desaparecieron, dando lugar a las monarquías constitucionales, donde existe un poder legislativo elegido por el pueblo, mientras el rey ostenta el poder ejecutivo, y a las monarquías parlamentarias, donde el rey o reina no gobiernan, pues el poder ejecutivo recae en un presidente o primer ministro.

La mayoría de las actuales monarquías son un adorno, pero todas consumen cantidades estratosféricas de los impuestos que paga el pueblo. Ya Dios lo había advertido cuando los israelitas clamaron al profeta Samuel: “Ya es tiempo de que nos des un rey para que nos gobierne como se hace en todas las naciones” (I Samuel 8,5). Entonces el Señor hizo que su profeta les transmitiera un mensaje advirtiendo cómo abusaría el rey sobre ellos, despojándolos para su beneficio personal, y que terminarían por lamentarlo (I Samuel 8, 11-19); pero los israelitas insistieron: “No importa, queremos un rey”.

Ante la indignación de Samuel, Yahveh Dios le dice: “No es a ti a quien rechazan sino a Mí. Ya no quieren que reine sobre ellos” (I Samuel 8, 7).

Pero ningún gobierno humano, por buena voluntad que tenga, podrá satisfacer cabalmente las necesidades de la gente, sino sólo el reinado de Dios. Por ello la Sagrada Escritura revela que Cristo es el Rey de reyes (Apocalipsis 19, 16). Y aunque el reino de Dios de algún modo “ya está entre ustedes” (Lucas 17, 20-21), no se ha manifestado en su plenitud, de manera que el propio Jesucristo enseñó a sus discípulos orar diciendo “venga tu reino” (Mateo 6, 10).

TEMA DE LA SEMANA: “LA SANTIDAD ES PARA TODOS”

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 9 de octubre de 2022 No. 1422

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