Por P. Fernando Pascual
Al inicio del libro segundo de la República de Platón, el lector encuentra dos discursos apasionados, uno de Glaucón, otro de Adimanto. Los dos hermanos exponen la opinión de muchos a favor de injusticia. Al mismo tiempo, piden a Sócrates que defienda la justicia contra sus críticos.
Los dos discursos parten de una interesante distinción entre tres tipos de bienes. Algunos los queremos por sí mismos, aunque no produzcan ningún resultado beneficioso. Otros bienes los buscamos no por sí mismos, sino por sus beneficios. Y otros los perseguimos por sí mismos y por sus resultados.
Aquí se coloca la gran pregunta: ¿en cuál de los tres tipos de bienes colocaría Sócrates a la justicia? El famoso filósofo responde, casi de inmediato: entre los bienes buscados por sí mismos y por sus beneficios.
Luego, Glaucón y Adimanto ofrecen sus discursos, que reflejarían la opinión general: muchos son justos porque no pueden ser injustos, pero serían injustos si tuvieran poder y ocasiones para serlo.
La historia del anillo de Giges, contada por Glaucón, sirve para ilustrar esta tesis. Un pastor honesto, tras encontrar una especie de anillo que le permite hacerse invisible o visible según lo gire de una manera o de otra, va al palacio del rey, seduce a la reina, asesina luego al rey, y consigue así adueñarse del poder real.
En otras palabras, la historia de Giges muestra cómo una persona que durante mucho tiempo habría vivido, al ser vista por otros, de forma honesta y justa, cuando tiene la oportunidad de actuar injustamente sin ser descubierta, cambia sus decisiones y hace aquellas injusticias que le sirvan para lograr resultados prometedores.
El resto de la República es un camino largo, a veces estimulante, otras poco comprensible o incluso criticable, para superar la objeción común y demostrar que la justicia vale por sí misma y por sus resultados. En otras palabras, se trata de un intento grandioso por lograr el rescate de la justicia.
Que Platón consiguiera, a través de esta obra (y de otros Diálogos), convencer a los demás de esa idea, depende de las maneras en las que los lectores acojan las partes más aprovechables del texto, en las que se defiende que una vida justa, aunque termine en fracaso ante la gente, vale siempre, porque ser justos implica tener un alma buena y lograr hacer las mejores elecciones en la vida.
Por desgracia, en muchas épocas de la historia, también en la nuestra, miles de seres humanos han preferido la vida del crimen, del robo, de la traición, para mejorar su situación económica, o para eliminar a un competidor, o simplemente para conseguir placeres anhelados.
Frente a tantos que han escogido y escogen la vida aparentemente “triunfante” de hacer el mal sin escrúpulos, y de hacerlo con la habilidad suficiente como para no ser descubiertos, la vida de tantos otros que viven para defender a los indefensos, para proteger a viudas y huérfanos, para ayudar a pobres y enfermos, tiene un brillo especial que nadie puede suprimir.
Ese brillo, así lo enseñó Cristo en el Evangelio, salta hasta la vida eterna, pues el corazón de Dios Padre recuerda y premia cualquier acto de bien y de justicia hecho por quienes están dispuestos a sufrir injusticias antes que cometerlas, hasta llegar al martirio orientado a uno de los mejores objetivos humanos: vencer el mal con el bien (cf. Rm 12,21).