Por Arturo Zárate Ruiz
¿En qué consiste la bienaventuranza de la pobreza?, o atendiendo otras traducciones, ¿por qué afirmamos “felices los pobres”?
¿No será más bien que Dios nos quiere ricos, pues al parecer no nos quiere famélicos? Nos enseñó a pedir, en el Padre Nuestro, “danos hoy el pan nuestro de cada día”. Además, nos advirtió que entre las obras de misericordia se encuentra la de “dar de comer al hambriento”, si bien, san Pablo, en su momento, ordenó que nos esforcemos en lo posible por los alimentos: “quien no trabaje que no coma”. En fin, que nos esforcemos así, es más, la opción preferencial de la Iglesia por los pobres, indica que a Dios le place nuestro bienestar material: no nos quiere sepultados en la miseria. De hecho, no nos quiere harapientos. Otra de las obras de misericordia que nos pide es la de “vestir al desnudo”. Y no se queda allí. El que esté desnudo debe procurar vestirse. Si atendemos al sentido literal de la parábola de la fiesta del rey, el que no entre a ella con “vestido de bodas” será echado fuera y a las tinieblas.
Ciertamente, preocuparnos por los pobres consiste en gran medida en no cegarnos, como el rico Epulón, ante el sufrimiento de mendigos como Lázaro. A darles, pues, dinero y alimentos, o lo que tengamos a la mano, si hay urgencia.
Pero a largo plazo, más que repartir bienes, habría que generarlos de tal modo que con el trabajo de cada uno gocemos de progreso material todos. Hacerlo de otro modo nos llevaría no a repartir riqueza sino a repartir pobreza, pues con el tiempo se agotarían los recursos y todos seríamos otros Lázaros.
En cualquier caso, ni ser pobres ni ricos materialmente define la bienaventuranza de la pobreza. Ya ricos o pobres materialmente, esta bienaventuranza consiste en reconocernos pobres de Dios, pues aún no gozamos de su presencia; pobres por una necesidad que sólo puede satisfacer el Señor mismo cuando nos insertemos finalmente en su vida y seamos salvos en su Amor. Quien se sabe pobre, necesitado de Dios, es el feliz, pues de él será el reino de los cielos, no el que no requiere ni busca a Dios.
Lo último puede ocurrir de varias maneras.
Ocurre con algunos Lázaros. No nos debe sorprender que estén muy preocupados por sus carencias materiales, cuanto más si tienen familia que alimentar.
Pero aun en ellos no es admisible el olvidarse de Dios. Sólo Él puede proveerlos de una riqueza que jamás se acabará y que del todo los saciará, y, en cualquier caso, es Él la Divina Providencia.
¡Ojo!, ocurre también con algunos ricos quienes hastiados de sus abundantes recursos materiales deciden volverse muy “espirituales”. Entonces se retiran a descubrir su yo interno, a hurgar en lo más profundo de sus almas para “ser auténticos”, a meditar según prácticas orientalistas cuán espirituales pueden ser, a iniciar dietas que les permitan olvidarse de ese “envase” de su ánima, ese “maldito cuerpo”. Pero el Señor nos dio cuerpo y debemos cuidarlo: con éste entraremos también al Cielo, o al Infierno si nos olvidamos de Dios, ya por no amar a nuestro hermano con obras de misericordia, ya por no amar a Dios mismo, que no debemos confundirlo con el “yo interno”, con el propio “espíritu”. Este ensimismamiento “espiritualista” no es más que un refinadísimo egoísmo e idolatría.
Creo que el mayor peligro contra la pobreza espiritual es que hoy nos es muy fácil olvidarnos del Altísimo. Nuestra vida puede ser muy comodona.
El progreso material que gozamos en muchos ámbitos sociales —sea salud, acceso a la educación y a la información, participación política, alimentación abundante, entretenimiento y distracciones sin fin— nos inclinan a sentirnos muy satisfechos, como si no requiriésemos algo más e infinitamente mejor: Dios. Si no nos reconocemos necesitados de su gracia y misericordia, corremos el peligro de perdernos.
Que la Sagrada Familia, ejemplo de verdadera pobreza, nos ilumine y conduzca a la salvación.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 25 de diciembre de 2022 No. 1433