Por Jaime Septién
Hay muchos pasajes que quedan en la memoria tras la lectura del libro Lo diferente. Iniciación en la mística, del filósofo, dramaturgo, novelista y quién sabe cuántas cosas más, Hugo Hiriart (Ciudad de México, 1942).
Dos quiero comentar en esta columna: rezar, acto que lleva consigo la conciencia de una presencia a la cual no le puedo dar un nombre, pero que sé que está ahí y que le puedo pedir algo muy profundo, que le puedo llamar, que me escucha con el corazón de Padre.
Y la segunda, que me parece una explicación muy convincente para los que tenemos la fe. Dice Hugo: “Mi credulidad en Él incluye, como en la de muchos devotos, supongo, el papel protagónico de la belleza. Toda belleza es obra de Dios. Así, cuando veo, como estoy viendo desde la ventana del apartamento en donde estoy escribiendo, séptimo piso, la luz reverberando entre las hojas de las frondas que se alzan en la pequeña plaza, siento dos cosas: agradecimiento por la belleza y admiración por su Autor, por mucho el más grande artista, de inventiva inagotable, que concebirse pueda. Y en este momento ingresa a la plaza una parvada morada de palomas y gira, en ese balé aéreo, también configurado por el Altísimo, que Leonardo Da Vinci gustó de descifrar en dibujos de su cuaderno de apuntes”.
El cristiano es “lo diferente”. Reza a Dios a quien no ve y agradece su obra donde los demás ven solo árboles movidos por el viento.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 27 de noviembre de 2022 No. 1429