Por P. Fernando Pascual
A lo largo del camino de nuestra vida encontramos a numerosas personas. Unas, decisivas. Otras, que llegan y se alejan sin mayor relevancia.
En primer lugar, están nuestros padres. A ellos les debemos el hecho de existir, la protección y ayuda en los primeros años, y un cariño que nunca podremos agradecer de modo adecuado.
Pero en seguida aparecen otras personas: familiares, maestros, médicos, compañeros de escuela y de universidad.
Pasan los años. Algunos encuentros dejan una huella más profunda, incluso me llevan a modos nuevos de pensar y de vivir.
El encuentro con aquel amigo me abrió un horizonte de bien que me sacó del egoísmo y me impulsó a pensar en los demás.
El encuentro, a través de un libro, con la biografía de una persona generosa, santa, me hizo pensar en que existen otros modos de vivir.
El encuentro con un buen maestro del espíritu (sacerdote, religioso o laico) me ofreció ayudas para reconocer la acción de Dios en mi vida y en la historia del mundo.
Hay otros encuentros que consideramos desafortunados, dañinos, peligrosos. A nadie le gusta encontrarse en una calle con una banda de ladrones bien armados.
En el camino de cada día, surgen continuamente nuevos encuentros: en el autobús, en la sala de espera de un hospital, en un paseo por las montañas.
Ante tantas personas y experiencias, mi corazón toca peligros y oportunidades, amenazas y ayudas, injusticias y manos tendidas para el perdón.
Hoy encontraré a pocas o muchas personas en el camino. Le pido a Dios que me permita aprender de quienes son buenos y ayudar a quienes no lo son.
Sobre todo, le pido un corazón abierto y disponible para que descubra en todos la misteriosa presencia de ese Dios que desea el bien de cada uno de sus hijos.