Por José Ángel Barrueco / Aleteia
Hay un momento de esta nueva y maravillosa adaptación del libro de Carlo Collodi en el que Geppetto y Pinocho están en la iglesia del pueblo. Ambos observan al Cristo de madera que el carpintero fabricó años atrás y que ahora se ha decidido a restaurar tras ser fracturado por la bomba de un avión. Y Pinocho dice que no entiende una cosa: si Él es de madera y él mismo también lo es, ¿por qué al primero le quieren y a Pinocho no?
Su padre le responde que, a veces, a las personas les dan miedo las cosas que no conocen, pero un día le conocerán y podrán quererle. Es una de las enseñanzas que distintos personajes irán transmitiendo al títere de pino a través de su periplo de aventuras, tragedias y aprendizajes.
Guillermo del Toro ha estado unido desde siempre a «Pinocho»: por la novela original, por el clásico de Disney y porque el muñeco supuso un vínculo con su madre, fallecida poco antes del estreno. La muerte de su padre también le afectó lo suficiente para dejar huella en este proyecto en el que estuvo involucrado un par de décadas: la temática principal es el proceso de madurez de un niño desobediente y el intento de su padre para entenderlo y asumir que su identidad no puede ser modelada de acuerdo a sus intereses. Como Guillermo del Toro tiene hijos, se maneja bien en los dos lados.
Aunque su versión devuelve el tono amargo, oscuro, que anidaba en la obra de Collodi, el cineasta ha optado por otros derroteros: ambienta la historia en medio de la Italia fascista, nos muestra a Mussolini acudiendo a ver un espectáculo de marionetas, no renuncia a readaptar algunas ideas de la película de dibujos de 1940, introduce un edificio donde reclutan y enseñan a los niños las disciplinas del fascismo y la beligerancia y, sobre todo, inserta un bellísimo prólogo sobre el pasado de Gepetto que le proporciona al filme su gran carga dramática.
La fe, el dolor de la pérdida y la finitud de la vida
En ese prólogo, contado con voz en off y con un ritmo y una atmósfera similares al inicio de «La bella y la bestia» de Disney, vemos cómo Geppetto cría a un hijo llamado Carlo. Le adoctrina sobre las mentiras y las verdades, juegan juntos, le regala su libro escolar y deja que le acompañe a la iglesia para colocar el Cristo de madera en el que ha estado trabajando. Será en esa iglesia donde el niño muera.
Unos aviones sobrevuelan la aldea y uno de ellos suelta una bomba para aligerar lastre. La explosión mata a Carlo, destruye la mitad del templo y ocasiona desperfectos al Cristo, que Geppetto sólo tendrá fuerzas para reparar cuando Pinocho le devuelva el amor perdido. En este prólogo escuchamos la frase «Cuando una vida se pierde, otra debe crecer», germen de la película, que entronca a su vez con el «Frankenstein» de Mary Shelley (que también marcó a Guillermo del Toro). Crece otra vida, aunque sea hecha de retales, y su creador debe mostrarle los caminos y convertirse en un padre.
Después del prólogo descubrimos que el narrador es un insecto, Sebastian J. Grillo, que se acababa de instalar en el corazón de un pino cuando Geppetto lo taló para fabricar un títere que le recordase a Carlo y así recuperar fe y felicidad. A partir de entonces, en la trayectoria de Pinocho aparecerán dos seres que simbolizan la Vida y la Muerte. La primera le proporciona la capacidad de movimiento y el habla. Pero, cada vez que muere, Pinocho resucita en un lugar en el que la segunda le explica que a él no le correspondía vivir, que tener un alma prestada implica que no puede sucumbir de verdad y, por tanto, no es un niño de verdad.
Es una película admirable sobre el dolor de la pérdida, el poder de la fe, las relaciones entre padres e hijos y la aceptación de las debilidades y los defectos del ser humano como método para amar de forma pura.
Artículo publicado con permiso de Aleteia
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 15 de enero de 2023 No. 1436