Por Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro
La Secretaría General del Sínodo, a cargo de su Relator el Cardenal Arzobispo de Luxemburgo, ha sido muy cuidadosa en el uso de los términos adecuados para referirse a este magno evento eclesial. Lo hasta ahora trabajado en las diócesis se llama “fase de consulta”, la primera de un largo caminar. Son períodos, como las fases lunares: el brillo definitivo aparecerá al final. El Sínodo será un acontecimiento de vida, donde el Espíritu tendrá preponderancia. Urge afinar el oído, y dejar a un lado los prejuicios. De lo trabajado nos ha dado cuenta la Conferencia del Episcopado Mexicano (CEM).
En el número 2.1 sobre las respuestas obtenidas en el ejercicio sinodal diocesano, anota el documento que ha predominado la percepción de no estar solos, de formar parte del Pueblo de Dios; que se camina de “manera natural” con la ayuda de las instituciones eclesiásticas existentes y, sobre todo, de los planes pastorales. Estos han favorecido la “espiritualidad de comunión”, componente esencial de la sinodalidad. Señala que “muchos bautizados y grupos eclesiales se quedaron al margen de este proceso Sinodal, y que muchas veces nuestras propias actitudes lo propiciaron”. Alusión al clericalismo y al elitismo pastoral.
Y profundiza en el análisis: “Algunas comunidades no caminan codo a codo, armonizando sus pasos con el resto del pueblo, con la sociedad en su conjunto, que más bien parece haber dos historias que por momentos no se tocan: la eclesial y la civil. La misma distancia nos empobrece a todos”. Esta es la famosa, por dañina, separación entre hechos y vida, dicotomía entre el creer y el vivir, entre la práctica y la fe y demás extravagancias heredadas del laicismo intransigente.
A continuación transcribo un párrafo del análisis, reconociendo el esfuerzo hecho por acercar el oído a la lastimosa y lastimera situación nacional. La cita quizá estimule a nuestros críticos jacobinos –siempre bienvenidos- a afinar sus señalamientos. Se refiere “al esfuerzo importante realizado por incluir a los hermanos en condición de pobreza (mitad de la población, unos 60 millones de personas); a los adultos mayores y los jóvenes; a los divorciados vueltos a casar y parejas que viven en unión libre; a madres y padres solteros; a familias disfuncionales; a los que sufren experiencias negativas de abuso sexual; a los colectivos minoritarios (LGBT y otros); a víctimas en general de secuestros y desapariciones forzadas; a maestros y capacitadores; a periodistas, adictos, migrantes, indígenas, indigentes”. Todos estos son integrantes del gran hospital de campaña que tiene a su cuidado la Iglesia. La lista es sin duda fastidiosa, pero, si no se refresca la memoria y se mira a otro lado, se esfuma el paso del Señor Jesucristo en esta realidad dolorida que es su Cuerpo santo. Se olvida que el amor de Dios es un amor crucificado, dolorido por tanto, cercano y solidario con nuestro dolor, capaz por tanto de curar con sus llagas nuestras heridas. Lo demás son cataplasmas. Los pobres son “sacramento de Cristo”, no mercancía para la demagogia.
Concluye el apartado, señalando la ausencia de “científicos, artistas e intelectuales de México, incluso de aquellos que se manifiestan abiertamente católicos y de quienes generan opinión y cultura”. La Iglesia “ya no genera cultura”, leemos en Aparecida. Hemos sido marginados (y dejado marginar), en nuestra propia casa. “En México, fuera de los vestigios de mejores épocas y de la cultura popular, se acabó la cultura católica. Se quedó al margen, en uno de los siglos más notables de la cultura mexicana: el siglo XX”, en opinión de Gabriel Zaid. Quizá usted pueda responder a su pregunta: ¿cómo pudo ser? La cultura es la vía hacia la supervivencia.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 19 de febrero de 2023 No. 1441