Por P. Fernando Pascual
Amamos, deseamos, buscamos. Todo lo que pensamos y hacemos surge desde el amor y nos orienta a alcanzar aquello que amamos.
Amamos un rato de descanso. Amamos estar con los amigos. Amamos una buena lectura. Amamos una música que genera paz en el alma.
Amamos también actividades: limpiar una habitación, poner orden en el librero, terminar la tarea en el puesto de trabajo.
Amamos cualidades, como la salud, o la energía física, o la memoria, o la destreza en el mundo electrónico.
Desde tantos amores se construye, cada día, nuestro camino personal. Quien ama bien, recibirá una alegría que vale más que el dinero o el placer. Quien ama mal, destruye parte de su corazón y, muchas veces, daña a otros.
Entre los amores que surgen en mi corazón, hay uno que me orienta a Dios. Ese amor surge cuando experimento que existo porque he sido amado por Él, y cuando descubro que mi vida tiene sentido si está orientada a alcanzarlo.
Según lo que amamos, somos. El amor es lo que nos define. Por eso necesitamos “curar” el amor, cuando se orienta hacia el mal, y reforzarlo, cuando nos lleva hacia la belleza, el bien y la justicia.
Este día, desde que me levante hasta que me acueste, me guiará el amor: a los familiares, a los amigos, a personas conocidas, incluso a quienes están lejos y esperan una ayuda de mi parte.
Alguien dijo “amo, luego existo”. Podemos añadir, según una hermosa idea de san Agustín (cf. San Agustín, Tratados sobre la primera carta de san Juan, II,14): amo, y soy aquello que amo. Si amo la tierra, soy tierra. Si amo a Dios, seré…
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