Por P. Fernando Pascual
Las epidemias causan daños directos, más o menos graves, en la salud de miles de seres humanos. Al mismo tiempo, causan daños de diverso tipo por culpa de las reacciones de la gente ante cada epidemia.
En efecto: una epidemia no solo hiere la salud de las personas, sino que desencadena emociones, juicios, comportamientos, que en ocasiones pueden llegar a ser más dañinos que la misma enfermedad.
Así, por ejemplo, si una epidemia genera formas extremas de miedo, angustia, rabia, incluso acciones contra los contagiados o los que tengan síntomas “peligrosos”, provoca daños en las personas asustadas y en las relaciones sociales.
Basta con imaginar cómo han sido tratado enfermos de ciertas enfermedades infecciosas en el pasado. Un caso paradigmático es el de la lepra, con el miedo y la marginación que esa enfermedad provocaba. Otro ejemplo son las pestes, tan frecuentes en diversos momentos del pasado, que llevaban incluso a formas de pánico desproporcionado.
Las recientes epidemias, como la pandemia de Covid-19, han mostrado que en nuestra época, que para muchos sería “científica” y progresista, también ha habido reacciones desproporcionadas, sea en la gente, sea en algunas autoridades.
Al mismo tiempo, hemos presenciado debates y discusiones, entre particulares y grupos, en medios de comunicación y en hospitales, en parlamentos y otros organismos públicos, en los que se producían críticas y descalificaciones entre quienes defendían posturas diferentes.
Además, en algunos lugares las autoridades impusieron limitaciones a libertades básicas con efectos dañinos no solo para las personas, las familias, los centros de atención a ancianos, sino para la misma economía, al provocar el cierre de muchas empresas y la pérdida de miles de puestos de trabajo.
Las reacciones sociales ante una epidemia se explican desde ese miedo generalizado ante las enfermedades, sobre todo cuando se producen muchos contagios y cuando los hospitales no son suficientes para atender a los enfermos.
Pero esas reacciones necesitan ser moderadas desde una buena reflexión científica y una prudencia en las decisiones, sobre todo las que toman las autoridades, para evitar que los “remedios” sean peores que las enfermedades.
Frente a cada epidemia vale la pena una reflexión serena y equilibrada de quienes tienen mayor competencia médica. Con la ayuda de expertos serios y prudentes, y desde un buen apoyo de los medios informativos, la gente estará en mejores condiciones para comprender lo que ocurre y vislumbrar las medidas más adecuadas para afrontar la situación.
Solo entonces se evitarán reacciones desproporcionadas y dañinas, y se buscarán caminos concretos, eficaces y bien fundados, para atender a los enfermos, para evitar contagios prevenibles, y para mantener en pie el adecuado respeto a los derechos y libertades de todos.
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