Por P. Fernando Pascual
Hay quienes piensan que vivimos en un tiempo de madurez, de triunfo de la ciencia y de la técnica, de un alto nivel académico.
Entre quienes piensan lo anterior, algunos añaden observaciones críticas hacia etapas del pasado, vistas como oscuras, inmaduras, supersticiosas, iletradas.
Con frecuencia, quienes se consideran hombres de nuestro tiempo miran con desdén a los que vivían en un mundo como el medieval, acusados de pensar y actuar bajo el dominio del error y la incultura.
Este modo de pensar es típico de quienes han sucumbido en un tipo de soberbia intelectual, con la que suponen que el hoy ha superado lo de ayer, que la cultura contemporánea ha triunfado sobre la “barbarie” del pasado.
Esa soberbia puede llegar a un complejo de autosuficiencia y a una presunción de rectitud moral, en la que ya no haría falta mejoras en los comportamientos. Quien es de nuestro tiempo no necesita ni salvación por parte de Dios ni humildad para reconocer defectos que ya no tendría.
Cuando se llega a ese nivel de soberbia, resulta muy difícil abrir los ojos ante los propios pecados, precisamente porque domina esa forma de mal que promueve una especie de autoabsolución y un engrandecimiento de uno mismo, unido al desprecio por quienes no llegan a vivir según la “mentalidad moderna”.
Superar este obstáculo sería posible con la ayuda de un poco de sentido común, y con un primer paso hacia la humildad, la cual permitiría identificar muchos males que oscurecen el mundo en el que vivimos, y que necesitan ser curados con urgencia.
Basta simplemente con enumerar el alto número de abortos, de divorcios, de casos de corrupción, de infidelidades, de calumnias, de mentiras, para que “nuestro tiempo” empiece a ser visto como una época en la que sombras oscuras y soberbias absurdas dañan a millones de seres humanos.
Nuestro mundo moderno, como cualquier otra época del pasado, necesita una dosis urgente de humildad. Solo con ella podremos mirarnos a nosotros mismos, reconocer nuestros defectos y pecados, y sentir la necesidad de un perdón y de una ayuda que solo puede venir de Dios.
Entonces nuestro tiempo, como otros tiempos, dejará de lado actitudes dañinas de soberbia. Así, muchos corazones, desde la verdad, podrán hacer suyas estas palabras sencillas y grandiosas: “¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!” (Lc 18,13).
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