Por P. Fernando Pascual
El sol había calentado la parte externa de la colmena. Parecía una jornada excelente para trabajar.
Aquella abeja salió con ímpetu. Con su trabajo iba a ayudar a toda la gran familia.
Pero al alejarse del hogar el viento frío la fue debilitando. Se detuvo en una terraza donde esperaba calentarse con el sol.
Intentó una y otra vez tomar fuerza y emprender el vuelo. Todo resultó inútil. Poco a poco se acercaba una muerte de frío.
En la colmena nadie la extrañaría. Ninguna le había “comentado” que no saliese a trabajar. Ninguna notaría su ausencia.
El mundo de las abejas funciona así: como una familia enorme, donde cada miembro realiza sus tareas hasta que le llega la muerte.
El mundo de los hombres es más complejo, aunque a veces tenga aspectos semejantes al de una colmena.
También hay personas que salen temprano a trabajar, incluso en días especialmente fríos.
Pero cuando una persona fallece por el frío, o por un infarto, o al sufrir un accidente de tráfico, en casa y entre amigos y conocidos surge una enorme tristeza.
Somos seres sociales y, al mismo tiempo, damos una enorme importancia a cada uno. Porque ningún humano se reduce a ser parte del grupo.
Aquella abeja ha dejado de moverse. Pronto entrará a formar parte de las defunciones del día: una pérdida “ordinaria” de la colmena.
Su historia termina. Como termina también hoy la historia de tantos hombres y mujeres que morirán por diferentes motivos.
Solo en el corazón de Dios, que cuida de los lirios y de los jilgueros, cada abeja tiene un lugar concreto.
Si Dios cuida a la hermana abeja y a la hermana flor, ¿no cuidará mucho más a cada uno de sus hijos humanos, nacidos desde Su Corazón y destinados a una eternidad en el Amor?
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