Por Jaime Septién
En el intercambio epistolar que sostuvieron entre 1995 y 1996 el filósofo laico Umberto Eco y el cardenal Carlo Maria Martini (En qué creen los que no creen, Taurus, 2014), hay una parte de Eco (quien no tenía fe) en la que confiesa que: “La bandera de la Vida, cuando ondea en el aire, conmueve a todas las almas”. Es importante esta aseveración de Eco. Y lo es, sobre todo, porque toca a la Iglesia enarbolarla.
Sin embargo, aquí hay un asunto muy importante. La Vida (con mayúscula) abarca algo más que el gran milagro de la vida en el vientre materno. El cardenal Martini lo resume así: “…cuando decimos ‘Vida’ con mayúscula deberíamos entender esa Vida y ese Ser supremo y concretísimo que es Dios mismo. Es ésta la vida que Jesús se atribuye a sí mismo (‘Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida’, Juan 14, 6) y en la que cada hombre y mujer están llamados a participar. El valor supremo de este mundo es el hombre viviente de la vida divina”.
Hay muchos buenos católicos que circunscriben el combate por la vida al aborto. Y está bien, en la medida en que no se olviden de todo lo demás que está contenido en la revelación. Empezando por el cuidado de la naturaleza y con el amor al enemigo, al extraño, al inmigrante, al de otra raza, al de otra cultura…, a “esos centros de alteridad que son los rostros, rostros para ser vistos, para respetarlos, para acariciarlos” (Italo Mancini)
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 2 de abril de 2023 No. 1447