Por José Ignacio Alemany Grau, obispo
Con la puesta del sol del sábado comienza el tercer día del Triduo Pascual
Nadie esperaba nada.
Como las velitas que se encienden en el Cirio de la Vigilia Pascual, se fue corriendo la voz:
¡El cuerpo del Señor no está en el sepulcro!
Pero dejemos que el evangelista San Juan nos cuente también lo que vivió en este día:
Yo dormía en la casa en que estábamos varios de nosotros, cuando estando aún oscuro, unos fuertes golpes en la puerta nos despertaron.
Era María Magdalena que nos sobresaltó con sus nerviosas palabras:
«Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto».
Tal como estábamos, salimos corriendo Pedro y yo.
La verdad es que yo, como más joven corrí más aprisa, pero al llegar al sepulcro no entré, sino que esperé la llegada de Pedro que, en fin de cuentas, era nuestro responsable.
Después ingresé yo y al ver la sábana bien doblada y el sudario doblado aparte: vi y creí.
Después de todo, Jesús nos lo había dicho varias veces: «al tercer día resucitaré» … Y había llegado el tercer día.
Luego dijo Pedro: llevemos estos lienzos que serán un tesoro para nosotros.
Salimos del sepulcro y nos fuimos a casa a ver en qué paraba todo.
Nos enteramos de que Jesús se apareció a la Magdalena y le pidió que fuera comunicando a todos que lo había visto resucitado. Y ella fue a decirlo por todas partes, aunque nadie le daba crédito.
Más tarde nos enteramos que dos de los discípulos, que ya nos habían dejado, pensando que había acabado todo, se encontraron con Jesús en el camino de Emaús y, cuando lo invitaron a cenar, Jesús partió el pan, se lo dio y se abrieron sus ojos y al punto lo reconocieron.
Con toda prontitud regresaron a Jerusalén, al Cenáculo, para contárnoslo a todos.
Estábamos todos allí reunidos y, de repente, sin llamar ni tocar la puerta, apareció Jesús bellísimo, algo así como cuando lo vimos en el Tabor. Nos dijo:
«La paz con ustedes».
Comió delante de nosotros para que nos convenciéramos de que era Él mismo y después nos dijo dos cosas que quedaron muy profundamente grabadas en mi alma:
«Como el Padre me envió, así los envío, yo a ustedes».
Nosotros estábamos impresionados. Y Él añadió:
«Reciban el Espíritu Santo. A quienes les perdonen los pecados les serán perdonados».
Nadie podrá entender la fiesta que hicimos en aquel momento todos los que estábamos reunidos en el Cenáculo:
Era verdad. Todo lo que dijo vale:
«El Señor ha resucitado».
Desde entonces todo cambió y nos hemos ido felices a hablar del nombre de Jesús que murió y resucitó para salvarnos.
Y hoy, queridos amigos, quiero terminar mi relato contándoles algo que ha quedado muy grabado en mi corazón:
Pedro y yo fuimos al templo y a la entrada nos encontramos con un tullido que nos pidió limosna.
Pedro le dijo:
«Míranos».
El hombre abrió unos ojos muy grandes esperando una limosna, pero Pedro añadió:
«No tengo oro ni plata. Lo que tengo, eso te doy. En nombre de Jesús Nazareno: levántate y anda».
El tullido se levantó y entró con nosotros al templo dando brincos de alegría.
Yo también les pido a ustedes que, en el nombre de Jesús, lleven la alegría de la resurrección del Señor por todas partes.
(Hasta aquí Juan evangelista).
Concluyamos que cuando nos falta Dios es porque se nos va Jesús. Y donde no está Jesús no está Dios.
¡Feliz Pascua! Gocemos estos cincuenta días con los que la Iglesia celebra el triunfo de su Esposo.
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