Por P. Fernando Pascual
Las diferentes narraciones sobre la historia humana escogen una serie de datos para luego ofrecer modos de comprenderlos en sus diferentes aspectos.
Esas narraciones, sin embargo, suelen ser incompletas. En parte, porque el mundo humano es casi inabarcable en la multiplicidad de pueblos y culturas del pasado y del presente. En parte, porque ningún historiador es capaz de recoger todos los eventos que tejen el caminar humano a lo largo del tiempo.
Si intentásemos elaborar un cuadro de la situación de nuestro tiempo, encontraríamos dificultades parecidas a las que encuentran los historiadores cuando desean comprender el pasado.
Nuestro tiempo, según vemos, se caracteriza por pueblos que se consideran democráticos y por dictaduras, por sistemas que buscan separarse de lo religioso y por formas de sociedad donde la religión resulta fuente del derecho y de las costumbres.
Además, existen enormes desequilibrios entre Estados que recurren a un alto uso de la tecnología y otros que conservan formas de vida tradicionales. En un mismo Estado conviven ricos y pobres, personas instruidas y quienes no han conseguido un mínimo nivel educativo.
Las conductas y sus relaciones con criterios éticos más o menos coherentes también muestran una gran diversidad. Incluso hay personas que recorren diversas etapas, al pasar de modos de vivir que podríamos llamar rigoristas a otros más bien laxistas, sin dejar de lado mezclas extrañas en quienes a veces encienden una vela a un santo y luego colaboran con asociaciones delictivas.
Podríamos alargar en mucho los aspectos que caracterizan nuestro tiempo, en temas tan importantes como la guerra y la paz, la información seria y los rumores infundados, los sistemas sanitarios y la desatención en la que viven millones de enfermos, los impuestos y el libre mercado, la globalización y las fuerzas que buscan revitalizar las costumbres de grupos más o menos tradicionales, la emergencia por el envejecimiento de algunos pueblos y la aprobación de comportamientos tan equivocados como los del aborto o la eutanasia.
Ante nuestro tiempo, los analistas exponen teorías, buscan trazar líneas de lo que será el futuro, intentan comprender la lógica o la falta de lógica de tantas decisiones que se convierten en materiales con los que construimos la ciudad global.
En este panorama difícilmente completo y lleno de contradicciones y de matices no fáciles de comprender, ¿dónde queda el mensaje de Cristo? ¿Qué puede hacer la Iglesia que se acerca a cumplir los 2000 años de su fundación?
A lo largo de la historia los católicos, en su esfuerzo por ser fieles a Cristo y su mensaje, han buscado ofrecer en cada época y para cada pueblo un Evangelio que salva, que enciende esperanza, que abre el mundo a la misericordia y al amor auténtico.
Unos han acogido ese Evangelio llenos de alegría y se han convertido en fermento y sal con los que el mundo se purifica, se transforma, se orienta hacia la meta definitiva, la Jerusalén celestial, que es nuestra patria verdadera, porque somos ciudadanos del cielo (cf. Hb 12,22-24; Flp 3,20-21).
Otros rechazan el mensaje de Cristo, pues prefieren sus propias ideas y planes, tal vez con el sueño de construir un mundo perfecto, una ciudad que satisfaga plenamente al hombre, cuando la historia y el presente nos demuestran una y otra vez el fracaso de tantas utopías terrenas.
Ante nuestro tiempo, nos queda tomar las lámparas encendidas y hacer nuestra la súplica que inspira y sostiene el camino de los que creemos en Cristo, Señor de la vida y de la historia, verdadero Alfa y Omega, mientras repetimos llenos de fe y de esperanza “¡Amén! ¡Ven, Señor Jesús!” (Ap 22,20).