Por Carlos Díaz Hernández

El autor de Vidas franciscanas (fray Jerónimo de Mendieta) nos recuerda que:

  1. Fray Martín de Valencia, además de los ayunos de la Iglesia y de la regla, ayunaba otros muchos días y que, como san Francisco, traía consigo ceniza para echar en la cocina y en lo demás que comía, por quitarle el sabor, siendo tan áspero consigo, que no perdonaba a su propio cuerpo ningún género de penitencia, antes lo castigaba con mucho rigor para así sujetarlo al espíritu. Y tanto amor y celo tuvo a la santa pobreza, que, aun después de muerto en su sepultura, la quiso guardar, porque, por devoción de un fraile, quitándole del ataúd una tabla vieja para ponerle otra nueva pintada, fueron oídos en la sepultura grandes ruidos, hasta que tornaron a poner la tabla vieja.
  2. Fray Antonio de Ciudad Rodrigo y sus conventuales andaban descalzos y con hábitos viejos y remendados; dormían en el suelo, con un palo o piedra por cabecera. Traían un zurroncito en que llevaban el breviario y algún libro para predicar, no consintiendo que se lo llevasen los indios. Su comida se componía de tortillas. Su bebida siempre fue agua pura, porque vino no lo bebían: “cilicios, cilicios”, hubieran pedido, pero nunca “vino, vino”. Si ese era un requisito de ingreso, no extrañaría la actual ausencia de vocaciones.
  3. Fray Francisco Jiménez fue uno de los primeros que aprendieron la lengua mexicana, y la supo muy bien, y el primero que hizo de ella arte y vocabulario, y en ella escribió muy buenas cosas. Examinó también todos los libros y tratados que en esta lengua se habían escrito. Luego, cuando visitaba los pueblos de estos últimos guardaba este orden: en llegando a ellos entraba a la iglesia a hacer oración y, acabada brevemente ésta, hacía un comentario a modo de lectio divina.
  4. Fray Juan de Zumárraga, venido a Nueva España y viéndola muy disoluta en costumbres, procuró reformarla con todos sus posibles. Y, puesto que aquellos españoles estaban apoderados de los indios y se servían de ellos más que inhumanamente, ellos le cobraban odio y rencor a él y a los demás religiosos que miraban por  la honra de Dios, por lo cual fueron perseguidos como capitales enemigos, pues los autores de esa maldad eran los mismos que gobernaban. Pero los franciscanos lo hacían para quitarles los excesivos tributos que entonces otorgaban obligadamente, así al rey como a los encomenderos, de oro, plata, piedras preciosas, plumas, esclavos e indios de carga, y para que no fuesen vejados con el trabajo de los suntuosos edificios que levantaban para los españoles.

Cierta vez dijeron algunos de esos caballeros a este varón de Dios que aquellos indios, como andaban tan desarrapados y sucios, daban de sí mal olor, “y como vuestra señoría reverendísima no es mozo ni robusto, sino viejo y enfermo, le podría hacer mucho mal el tratar con ellos”, a lo cual respondió firmemente nuestro hermano: “vosotros sois los que oléis mal y me causáis con vuestro mal olor asco y disgusto, pues buscáis la vana curiosidad y vivís en delicadezas como si no fueseis cristianos; sin embargo, estos pobres indios me huelen a mí al cielo y me consuelan y dan salud, pues me enseñan la esperanza de la vida y la penitencia que tengo que hacer si me he de salvar”.

  1. Fray Andrés de Olmos fue un sabio-santo culturalmente universalista que, para expandir el cristianismo, no sólo tradujo hermosos libros de sabiduría que los viejos señores dirigían a sus hijos, así como libros del latín en metro castellano y epístolas de los judíos rabíes con mucha erudición y doctrina, sino que además aprendió todos los géneros de lenguas que le parecieron de mayor necesidad y más universales para la evangelización, como la mexicana, totonaca, tepehua y huasteca, con las cuales recorrió la mayoría de las provincias de Nueva España siempre a pie por montañas y sierras fragosísimas y por valles, barrancas y honduras de calores insufribles sin ningún género de regalo, comido de mosquitos, tanto que su rostro llegó a ser como el de un leproso llagado: “hermanos, la cruz adelante”. Y, a la hora de su muerte, repartió sus riquezas, que eran un rosario, unas disciplinas y un cilicio.
  2. Fray Jacobo de Testera, por ser menos docto, traía consigo pintados en un lienzo todos los misterios de la fe católica, como en la literatura de cordel era usual entre los ciegos.  Algunos franciscanos de aquellos parecían ángeles sin disfrazarse, porque se convertían en admirables lectores, diestros cantores, tañedores de órganos, de muy clara y sonora voz, afables en la conversación, y hasta olían bien después de muertos.
  3. Fray Juan de San Francisco, que siguió a rajatabla durante toda su vida el siguiente lema: “En el día encomendó el Señor las obras de misericordia, y en la noche sus alabanzas. Así nosotros”. Todo valía como catequesis,
  4. Fray Alonso de Escalona no dormía acostado del todo, sino arrimada la almohada a un rincón de la cama y recostado en ella, durmiendo en la alabanza del Creador, loado sea. No existía por entonces el Palacio de Hierro, pero si hubiera existido no hubieran puesto sus pies descalzados en él.
  5. Fray Antonio de Huete, a cuya muerte acudieron todos con mucha devoción a tomar por reliquia alguna cosa de su hábito: ellos mismos imponían la moda, pero creaban un estilo. Ellos mismos se convertían en reliquias.

Nota: Artículo editado para el observador

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 30 de abril de 2023 No. 1451

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