Por Monseñor Joaquín Antonio Peñalosa

Este grueso libro de 493 páginas que Iona Opie publicó recientemente en Londres con el título Diccionario de supersticiones, viene a confirmarnos que estas falsas creencias y costumbres extravagantes en orden a vencer las fuerzas ocultas del mal, han florecido siempre, tanto en el ayer más remoto como en el presente más actual, salpicando a todos los países y a todos los estratos sociales y culturales.

De utilidad y de interés sería contar con el Diccionario mexicano de supersticiones, ya que hay mucha tela de donde cortar en este submundo mágico de credulidad, ignorancia, ingenuidad y miedo. Nuestras supersticiones provienen de tres fuentes: las de nuestro pasado indígena, las que llegaron de Europa por los conquistadores hispanos y las que han nacido aquí tanto en la Nueva España como en el México independiente. Julio Jiménez Rueda estudió las Herejías y supersticiones en la Nueva España (México, 1946); en cuanto a las del mundo indígena, tenemos la Breve relación de los dioses y ritos de la gentilidad de Pedro Ponce de León, el Tratado de las supersticiones de los naturales de Hernando Ruiz de Alarcón y el Manual de ministros indios de Jacinto de la Serna; estos tres estudios fueron reeditados por el librero Navarro en sus Ediciones Fuente Cultural, en dos volúmenes (México, 1951).

Espiguemos algunas de las 37 supersticiones de los aztecas que recogió Fray Bernardino de Sahagún -loado sea-, en esa enciclopedia o suma mexicana que es su Historia general de las cosas de Nueva España, donde advierte que “hay mucho más abusiones” (palabra sinónima de superstición: de abusar, usar mal) y que los predicadores han de reprimir “porque es como una sarna de la fe”. Curiosamente Voltaire en el siglo XVIII diría que la superstición es a la religión como “la hija loca de una madre cuerda”. Precisamente la superstición que Sahagún inserta con el número 37, la seguimos practicando los mexicanos de hoy sin saber que viene de los aztecas: hay que poner en el agujero de ratón, el diente del niño que está mudando, de otra manera no le nacerá y quedará desdentado de por vida.

El que huele o pisa la flor llamada omixóchitl que parece jazmín en la blancura y la hechura, padecerá almorranas. Quien encuentre un maíz en el suelo y no le levante, injuria al maíz que se quejará ante Dios para que lo castigue y padezca hambre. El que come en la olla haciendo sopas en ella, nunca será venturoso ni en la guerra ni en el amor.

“Como una tortolica que ni tiene ni debe”: dícese de quien posee poco y está contento con ello. “Aun quiere Dios que viva más”: cuando alguien escapó de algún peligro. “No calienta el sol luego en saliendo”: nadie domina un oficio al comenzar, sino poco a poco. “El caracolillo que muchas veces atraviesa el camino, alguna vez queda allí pisado de los caminantes”, equivale al refrán castellano “cantarillo que muchas veces va a la fuente, o deja el asa o la frente”. “La buena vida del discípulo es honra del maestro”. “Deseo irme a bañar a Chapultepec”: quien padece algún mal, debe esforzarse por superarlo, según recuerda este refrán que los indios esperaban recibir gran merced al bañarse en la fuente de Chapultepec, de aguas rosadas.

Sabios, sensibles y pintorescos los 81 refranes de la gente mexicana que recogió Fray Bernardino de Sahagún, el primero en brindar mayor información sobre el mundo indígena y aun el primero en escalar el Iztaccíhuatl, y con sandalias.

Artículo publicado en El Sol de México, 1 de febrero de 1990; El Sol de San Luis, 17 de febrero de 1990

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 30 de abril de 2023 No. 1451

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