Por P. Prisciliano Hernández Chávez, CORC.
Somos muy dados a ofrecer medicinas alternativas recibidas de la tradición familiar o de alguna propaganda o consejo genial de alguna persona cercana. Nos sentimos tan capaces de señalar los modos para solucionar las problemáticas más complejas. Tenemos una palabra para cada situación conflictiva. Qué debe hacer el gobernante, qué deben hacer los hijos, cómo deben educar los padres y cómo deben de ser los matrimonios; cuáles tendrían que ser las políticas de las universidades, colegios y empresas. Qué escuela de psicología debe de seguirse, qué terapia es la propia; qué debería hacer el Papa o el obispo o el párroco, etc. Nuestra opinión es la solución contundente. Las confusiones se agrandan y todo nos lleva a callejones sin salida. Las sociedades se atomizan y el egoísmo se apodera de los corazones.
La solución la da Jesús resucitado. Es el Espíritu Santo que procede de su Corazón traspasado y de su Aliento de Resucitado: ‘La paz esté con ustedes. Como el Padre me ha enviado, así también los envío yo. Después de decir esto, soplo sobre ellos y les dijo: Reciban el Espíritu Santo …’ (Jn 20, 19-23).
El Aliento de Cristo resucitado, es el Espíritu Santo. Él realiza la nueva creación. Él da su Aliento de vida al hombre de barro, para ser hombre nuevo. No se puede amar con corazón de barro, ni se puede mirar con ojos de barro. Con su Aliento-Espíritu, pasamos de la muerte a la vida; de las parálisis, al dinamismo; de los miedos, a la valentía, -a la parresía; de la fe acartonada, a una fe revitalizada y transformada en esperanza; de un amor tibio, a una caridad ardiente.
Sin el Espíritu Santo, no hay Iglesia; sin el Espíritu Santo los sacramentos carecen de alma. Sin el Espíritu Santo no hay comunión en la misma fe, ni la comunión entre las personas. Sin el Espíritu Santo no hay sinodalidad, sino parlamentos galimatías.
Por eso como afirmó el Obispo oriental Ignacio de Latakia en la Asamblea Mundial de las Iglesias en julio de 1968: ‘Sin el Espíritu Santo, Dios está lejos; Cristo queda en el pasado; el Evangelio es letra muerta; la Iglesia, una simple organización; la autoridad, una dominación; la misión, una propaganda; la vida cristiana, una moral de esclavos. En cambio, con el Espíritu Santo, el cosmos se levanta y gime en el parto del Reino; el hombre lucha contra la carne; Cristo está presente; el Evangelio es fuerza de vida; la Iglesia, signo de comunión trinitaria; la autoridad, servicio liberador; la misión, un Pentecostés; la liturgia, memorial y anticipación; la vida humana es divinizada’. (Citado por el Raniero Cantalamessa en ‘El Canto del Espíritu).
El Aliento del Cristo resucitado, es el Espíritu Santo quien hace que la fe sea viva y operante; la experiencia de Dios se hace sensible, profunda y real; en el Espíritu Santo, las palabras del Evangelio cobran su fuerza y dinamismo; la oración y la práctica sacramental, son respiración y alimento del alma.
El Espíritu Santo y sus siete sagrados dones, proporcionan, el amar como Dios ama, conocer como Dios conoce; el alma se llena de paz, de fuerza sobrenatural, de serenidad y de gozo inconmensurable.
El Espíritu Santo disipa el caos, acaba con las confusiones, todo lo ilumina y lo renueva.
Que el Espíritu Santo como ‘es el lugar de los santos y el santo es el lugar del Espíritu’, como lo afirmaba san Basilio, esté en nosotros como Aliento y Dulce Huésped de nuestra alma.
‘Ven a reinar, Espíritu de Amor, ven a inflamar al mundo pecador. Ser de Jesús, es toda mi ambición. Úneme a él, Espíritu Divino. Quiero ser cruz, para atraerte a mi y con Jesús vivir crucificado’.