Por P. Prisciliano Hernández Chávez, CORC.
El espacio sideral aparece ante nuestras percepciones abismal e infinito; es inconmensurable. Se pierde toda dimensión medible y contable. Simplemente, nos rebasa. Toda soberbia humana queda disminuida y ante ciertas pretensiones, hace el ridículo. Aún así, este espacio en sí tiene sus límites; aunque en nuestras percepciones sea ilimitado.
Por el contrario, el amor de Dios es abismal; no tiene límites. Dios infinito en sí mismo es abismo de Amor.
En el Evangelio de San Juan (3, 16- 18) nos encontramos este versículo admirable: ‘Tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga la vida eterna’.
El centro del pensamiento cristiano estriba en la Revelación. El hombre, la historia y la Iglesia son comprendidos a partir de esta luz, que es la misma autorrevelación de Dios mismo en Cristo Jesús; él mismo es esa Autorrevelación quien nos manifiesta el abismo de Dios Amor, como Padre, Hijo y Espíritu Santo.
En la misma condición del ser humano como persona, se manifiesta la gloria del Dios trinitario. En la medida que profundicemos en su realidad, se nos abre el camino para atisbar su misterio, que puede ser la ‘epifanía de Dios mismo’. Desde ella valoramos lo absoluto de la persona creada y lo absoluto de su relacionalidad abierta a la comunión.
Visto desde el Hombre crucificado Jesús, -persona divina. Para von Balthasar ‘la cruz es el extremo del amor que se entrega y de la belleza que no vence con violencia sino que se deja vulnerar, deshacer y anular. En este acto de entrega hasta el límite, la Gloria divina se ha manifestado no como Poder ni ha reaccionado como Absoluto, sino como Amor humilde y humillado, como Palabra silenciada, como Belleza, que se hace absoluta a través de la sangre inocente’ (Revista Communio 10, 1998).
La Beata Isabel de la Trinidad experimentó en su propia alma el abismo del amor de Dios trinitario; se trata de ese tema tan maravilloso de la ‘inhabitación trinitaria’: participar del ser divino uno y a la vez trino en la comunión con cada una de las divinas personas en el alma de quien está en gracia de Dios, y que es la cumbre de la mística cristiana. Se goza estar sumergidos en el mar de amor infinito de Dios vinculados al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, en mutua e inefable caricia eterna de amor, como Dios se ama a sí mismo y en sí mismo, y se participa de este misterio de comunión trinitaria.
Nos dice Sor Isabel: ‘Él está en mí y yo en él. No tengo sino que amarlo y dejarme amar por él, en todo momento, en todas las cosas, despertarme en el amor, moverme en el amor, dormirme en el amor con mi alma en su alma, con mi corazón en su corazón, con mis ojos en sus ojos…’
Más allá de la experiencia de esta mística Isabel de la Trinidad en la cual es importante el silencio interior centrado en el misterio trinitario, hemos de atender a otros aspectos importantes para la convivencia humana y el sentido de comunión en la Iglesia, ya que la ‘Iglesia es esa multitud aunada por la Trinidad’, según san Cipriano, recordado por el Concilio Vaticano II.
En la vida de familia y en sociedad, el modelo trinitario nos debería orientar a esa ‘comunión de personas’ promovida por san Juan Pablo II. Qué importante es la unidad en la diversidad, donde se dé una interdependencia y una reciprocidad al servicio de todos, lejos de autocracias e igualitarismos empobrecedores.
Los dinamismos sociales que pueden derivarse de la vivencia del misterio trinitario son impresionantes. No se trata de yuxtaposición de personas, sino que se establezca unas profundas relaciones interpersonales de comunión de amor. Así, afirmar la grandeza de la persona en la familia y en la comunidad, es afirmar la centralidad de toda persona humana. Es decir, ‘Volver a la persona’, -según la tesis de Rodrigo Guerra. De aquí se deriva, entre otros planteamientos, el gran respeto a la dignidad de toda persona humana, que no se puede infravalorar al considerarla como un objeto de consumo o instrumentalizarla como mercancía política.
Finalmente, el Documento de Puebla tiene gran numero de textos en los cuales se pone de manifiesto la estructura trinitaria de la Iglesia, es decir, la Trinidad como modelo social: ‘(la nueva sociedad) ha de ser modelada en la comunidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo’ (Nºs 1308; 215; 213).
Este Documento nos insiste en que la evangelización del presente y del futuro en América Latina sea trinitaria: ‘La Iglesia de América Latina quiere anunciar, por tanto, el verdadero rostro de Cristo, porque en él resplandece la gloria y la bondad del Padre providente y la fuerza del Espíritu Santo que anuncia la verdadera e integral liberación de todos y cada uno de los hombres de nuestro pueblo (Nº 189).
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