Por P. Fernando Pascual
Querer descubrir un hombre “químicamente puro”, que no se ha “desgastado” mínimamente en su ser natural gracias a una potente inmutabilidad marmórea, es como seguir en la pretensión de Diógenes el cínico que buscaba con su lámpara al “hombre”.
Si el hombre existe, existe en su acción, en su realizarse como alguien que actúa y que vive precisamente como una realidad concreta. Lo típico de cualquier realidad (o “ente”, si se puede usar un término de la filosofía antigua) es la actividad: ser es ser activo.
A su vez, ser activo significa ser en el tiempo, en la realización temporal. Fuera del tiempo, en la seguridad propia de un mundo ideal inmodificable, no se dan más que conjeturas, ya que todas nuestras intuiciones lo son en el tiempo y con el tiempo.
Por eso, necesitamos partir, cuando pensamos en la condición humana, desde el hombre histórico, concreto; desde el hombre que se realiza en cada época, en cada circunstancia, en cada momento.
Lo primero que salta a la vista es que el hombre es un ser que es porque “se le hace ser”. Ninguno escoge su existencia, ninguno escoge sus facciones, ni su carácter, ni las personas con las que se va a desarrollar en un futuro.
Las nuevas posibilidades técnicas, como las que surgen cuando se recurre a la fecundación “in vitro”, quizá permitan a los padres escoger algunos rasgos de los hijos, pero ello se busca a un precio muy alto: a través de actos despóticos que, además, no consiguen una garantía completa “de calidad”.
El desarrollo después del nacimiento también nos coloca en esta dependencia radical de los demás y del entorno: gracias a la alimentación, al abrigo, al cariño, podemos sobrevivir; y gracias a la educación (sobre todo mediante el aprendizaje de la lengua y de las costumbres propias del grupo y de la época concreta en la que cada uno vive) podemos alcanzar el mínimo necesario para relacionarnos con otros.
Somos, pues, “condicionados” histórica y vitalmente. Pero, en segundo lugar, somos “relacionados”. Existir significa, en un nivel biológico, mantener un complejo sistema de intercambios con el exterior (respiración, alimentación), en favor de la permanencia del propio “status” animal y humano.
En un nivel “extra-biológico” (podríamos llamarlo espiritual), necesitamos comunicarnos a través de intercambios de contenidos gracias al lenguaje. Más aún: muchas actividades biológicas nos son posibles precisamente desde relaciones sociales y lingüísticas que nos permiten hacer intercambios en el mercado, o trabajar en común.
Los ritos de iniciación en tantas tribus no son más que la expresión de la necesidad de este insertarse del individuo en su grupo concreto y según la época histórica en la que se mueve.
En tercer lugar, el hombre, cada hombre, tiene un “plus” que le permite y le posibilita transcender su momento y sus circunstancias y actuar según algo que desborda lo que son los condicionamientos del grupo y de la época en la que vive.
Ciertamente, este “transcender” solo es posible si han quedado cubiertos los niveles elementales de subsistencia y de relacionalidad, pero parece que hay algo en los hombres insertados en sus culturas y en sus épocas que va más allá de esa misma inserción.
¿Cómo se muestra esto? Porque tenemos una voluntad libre que sigue a una inteligencia, y que puede abrir nuevos horizontes insospechados para cada grupo humano desde decisiones concretas.
En resumen, el hombre es un ser que se desarrolla mediante actos temporales según las posibilidades propias de su momento histórico y cultural, pero siempre abierto a transcender los condicionamientos que le vienen de los mismos elementos que le han posibilitado en su hacerse hombre.
Recordarlo hoy resulta especialmente urgente, ante tantas discusiones en torno al evolucionismo, a las neurociencias, a la inteligencia artificial, que pueden oscurecer lo específico humano: existir desde relaciones, al mismo tiempo que estamos abiertos a lo que supera los límites del espacio y del tiempo…
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