En el Monasterio de la Inmaculada Concepción (Salvatierra, Gto.) habitan 29 hermanas capuchinas que han dejado todo por el llamado de Dios a una vida de soledad y silencio, marcada por la austeridad, la pobreza y la oración continua.

La abadesa María de los Ángeles Rojas Cruz (43), originaria de Querétaro, nos comparte un poco de lo que ha experimentado en 25 años de clausura: alegría, dudas, tristeza y a veces un tanto de preocupación por ver a sus hermanas padecer enfermedades que son difíciles de costear. 

Por Rubicela Muñiz

Hermana, ¿por qué eligió este estilo de vida?

Mi pensamiento nunca fue ser monja. Mi aspiración era casarme y tener doce hijos, pero el Señor me fue llamando. En un momento conocí a unos amigos, uno de ellos se iba a ir al seminario y me hizo una invitación que terminé aceptando después de tanta insistencia de su parte.

Yo pensé que ser monja era algo estándar, que no había varios carismas ni tampoco conocía la diferencia de vida contemplativa a vida activa, que son misiones y todo eso. Pero este amigo me empezó a explicar el ritmo de vida de cada una y cuando me habló de la vida contemplativa me hizo cosquillitas.

Ya cuando hablé con el sacerdote que me orientó, sentí el llamado y apenas tenía quince años. Al parecer mi edad sería un obstáculo, pero yo insistí y oraba ante el Santísimo, aunque para mis papás no fue fácil.

El padre me explicó más a fondo lo que era la vida contemplativa, que era algo muy bonito, y acepté la invitación con las clarisas. El plan inicial era entrar a Celaya, pero a última hora el sacerdote me dijo que iría a Salvatierra con las capuchinas. Yo no quería, no me gustaba ni el nombre. Y me dijo que no podía decir que el pastel no estaba rico cuando no lo había probado. Así fue como conocí a las capuchinas de Salvatierra y dije: “Me quedo”.

La abadesa en turno me dijo que si quería hacer la experiencia de un mes o tres días y yo le dije “el mes y los tres días”. El 8 de diciembre voy a cumplir veinticinco años en el monasterioy tengo dos años y siete meses como abadesa.

¿Por qué supo que ese era el lugar correcto?

Cuando abrieron la puerta, me abrió la hermana y vi en ella una alegría que nunca había visto. Un brillo en sus ojos de felicidad al decir “pasen”. Y una acogida tan cariñosa que dije: “Este es mi sitio. Yo quiero ser como ellas y quiero entregarme a Dios. Si esa es su entrega yo quiero esa felicidad”. Entonces el padre me dijo: “Pero no salen, no visitan; estás muy lejos”. Y dije que no me importaba. Lo que más me impresionó fue su alegría, su sencillez y la acogida con las personas.

Consagrar su vida al Señor la lleva a una evidente transformación, ¿cómo la ha vivido?

Al inicio me costaba un poco lo que era el encierro porque yo era muy independiente. Mamá enfermó y yo era la segunda en mi familia y tomé la posición de mayor y a nadie le pedía permiso. Yo decidía todo lo que tenía que hacer.

Eso fue lo que me costó, depender de alguien, de la abadesa a quien tenía que pedirle permiso para todo. Y también la forma de pedir las cosas, porque no era el “Por favor”, si no “Si me socorre, por caridad, o por el amor de Dios”. Entonces, también fui aprendiendo el lenguaje.

El primer mes pensé en irme, pero las hermanas me fueron ayudando a entender las etapas. Y después de una experiencia íntima con el Señor, en donde me revelé cuestionándolo, sentí que me inundó y empecé a llorar y le dije: “Lo que Tú quieras, aquí estoy”. Fue lo que me dio paz y es lo que hasta el momento he descubierto, esa belleza de mi vida contemplativa que no la cambiaría por nada, sino al contrario, lucharía por ella para poderla vivir en fidelidad a Cristo.

¿Cómo se conserva la alegría que usted vio cuando llegó al monasterio?

La alegría se conserva al estar juntas, al vivir la fraternidad. La fraternidad es ir hombro con hombro con la hermana, por ejemplo, si tiene algún problema en familia o tiene alguna dificultad en el trabajo. Es una característica de la vida franciscana. Nos apoyamos, nos ayudamos, nos hacemos solidarias con la tristeza, con la alegría del hermano.

Pero no dura mucho la tristeza, siempre están las hermanas y se hace menos pesado. Por ejemplo, si tenemos alguna dificultad, siempre está la chispa de una o la alegría de la otra, o la que es emprendedora y dice “Hagámoslo”. Y creo que también lo que ha caracterizado a esta comunidad es la oración, la comunión con Cristo y los sacramentos.

¿A dónde las conduce el ir por la senda de la contemplación de Jesucristo, de la oración y de la penitencia?

Nos conduce a la santidad. A tener ese encuentro definitivo con Jesucristo, que es lo que nosotros llamamos “las segundas bodas”, para contemplarlo a Él cara a cara. Esa es nuestra meta. Y también nosotros al consagrarnos a la vida contemplativa, no solamente nos dedicamos a la oración, pedimos por todas las necesidades de México, del Papa, del mundo y todos los acontecimientos que van pasando los hacemos ofrenda a Jesucristo en el altar. Esa es nuestra misión.

¿La gente de Salvatierra o cualquier persona les pueden llevar sus intenciones?

Sí. Tenemos una cajita de intenciones en la puerta; ahí hay un letrero que dice “Ponga su intención” y la ponemos en oración. La gente deja su papelito y una hermana se encarga de repartirlo entre las hermanas y por ocho días tenemos que pedir por esa persona. Ya el domingo hacemos una Hora Santa por la tarde y hacemos ofrenda de esas intenciones y quemamos todos los papelitos. Es un signo de que estamos pidiendo por ellos.

Están en un municipio que, como muchos otros de Guanajuato, sufre la violencia, ¿les llegan a tocar intenciones por los desaparecidos?

Sí, de mamás que han perdido a sus hijos o que han visto que los han matado por la violencia del narcotráfico. Hemos tenido bastantes intenciones y también hemos sido testigos, no verlo tal cual, pero enfrente del monasterio han ocurrido cosas que nos han tocado escuchar. Hay muchas personas que están sufriendo la vida actual de la delincuencia y del narcotráfico. Chicas que no saben qué hacer y que se han metido por necesidad a ese mundo. Hay mucha violencia.

También a nosotras como contemplativas nos hace pensar ¿qué estamos haciendo o cómo vamos a responder a esta crisis? Pues nuestra oración es lo principal. Pero aquellas hermanas que están en contacto con el mundo externo, que son las que están en la puerta, ¿cómo dar una palabra de aliento? Primero tenemos que empaparnos de Dios para poderla dar, porque si no, pues nuestras palabras serían vacías.

Aunque ustedes son autosustentables, no alcanza para todo, ¿cuáles son sus necesidades actualmente?

Nuestra necesidad es económica. Tenemos cinco hermanas que tienen cáncer y están llevando sus quimioterapias, una de ellas es la que está más grave, y los tratamientos son muy costosos. Al principio era una y se le empezó a atender con médico particular, pero ahora son cinco.

Nuestro padre san Francisco decía que el ser pobres era no tener nada y por eso trabajamos, vamos al día. Pero en alguna circunstancia que nosotras no podamos solventar este gasto, acudimos a la mesa del Señor, y la mesa del Señor son todas aquellas personas que nos han apoyado económicamente, con la oración, ayuda en especie y también con ayuda económica para estos tratamientos. Esa es ahorita la necesidad principal y que estamos enfrentando a nivel comunitario.

¿Qué significa este monasterio para la Iglesia y para la ciudad?

Para la Iglesia el ser una comunidad contemplativa significa mucho, porque la Iglesia a la vida contemplativa la tiene como el sostén, el pararrayos que está orando por toda la Arquidiócesis (Morelia) y toda la Iglesia universal.

Y a nivel municipio, la mayoría de la gente es católica y nos aprecia mucho. También nos sienten como parte de esta ciudad, aunque ellos bien saben que la mayoría no somos de aquí, sino que venimos de otras partes.

El monasterio es un monumento, es patrimonio de la ciudad y a nivel histórico es muy valioso y nosotros lo estamos custodiando para que no se deteriore. También hemos pedido ayuda al municipio porque tenemos varios arreglos por hacer y esperemos pronto tener respuesta por parte de ellos, pues necesita una buena mano de obra, ya que se está abriendo la parte de arriba.

¿Deseas apoyarlas?

Cada quimioterapia tiene un costo de 22,200.00 pesos.

Son 12 quimioterapias que suman un total de 266,400.00 pesos.

La quimioterapia la recibe una de las hermanas cada tres semanas.

Las otras 4 hermanas han terminado sus quimioterapias, ahora sólo van a revisión cada tres meses.

Número de tarjeta: 5204165648348195

Esperanza Medina Ortega

Clabe Interbancaria: 002234030479714376

Banco: Banamex.

Teléfono 466 6630950.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 28 de mayo de 2023 No. 1455

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