Por Jaime Septién
Pocos años antes de morir, el filósofo Karl R. Popper escribió un texto contra la incapacidad del Estado por controlar el influjo de la televisión en las nuevas generaciones. Popper –quien no conoció las redes sociales–veía la pequeña pantalla como una amenaza directa a la democracia, a la ciudadanía y a la paz.
El artículo de Popper, incluido en La televisión es mala maestra, lleva un título interesante: “Una patente para producir televisión”. En efecto: ¿quién pone un examen a los que tienen en sus manos millones de conciencias? ¿Qué tipo de trabas encuentra un publicista que quiere mentir haciendo pasar gato por liebre; cubeta por súper lavadora automática; perfume con baño de seducción; tienda departamental con señal de identidad?
Dicho de otra manera: ¿qué restricción hay para un conductor de noticias que falsee la realidad a favor de sus propios intereses, o los de su empresa, o los de su tío el presidente de quién sabe qué grupo financiero? Nadie, ninguno, no existe, serían las respuestas que daríamos nosotros, tras una muy breve reflexión. Lo mismo pasa con las redes sociales e Internet. A la mayor parte de las profesionistas –médicos, contadores, ingenieros, abogados, etcétera—se les da una patente para ejercer su oficio. ¿Por qué los que producen televisión (o internet, o material para las redes sociales, o videojuegos) no están sometidos a control alguno, salvo el bastante difuso de no ofender, fracturar, lesionar “la moral y la paz pública”?
“En Alemania –concluía Popper—no había televisión bajo Hitler, aún cuando su propaganda se construyó sistemáticamente casi con la potencia de la televisión. Creo que un nuevo Hitler, con la televisión, adquiriría un poder infinito”. Él no era creyente. Pedimos a Dios (y trabajemos por ello) que el poder infinito quede en sus manos y no en las de los mercaderes de la conciencia.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 11 de junio de 2023 No. 1457