Por Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro

Quien haya seguido con pasión las discusiones que se generaron en torno al Concilio Vaticano II y, sobre todo, haber leído con atención la Constitución pastoral Gaudium et Spes, habrá constatado que la llamada “Ilustración” quedó, si no sepultada, sí superada con creces respecto a las objeciones y críticas que había planteado no solo al hecho religioso en general sino al cristianismo en particular. Reconocido sinceramente el “progreso” que atrajo el positivismo fundante, nadie ahora podrá gloriarse sin más del éxito alcanzado, teniendo, como tenemos, ante los ojos a un planeta, y a la humanidad que sustenta, a punto de colapsar.

Ningún organismo vivo desaparece sin dejar residuos o deudas a sus sucesores y el positivismo los dejó tan graves que de sus raíces brotaron nuevos cuestionamientos a la humanidad, sobre todo en lo que mira al ámbito religioso y cristiano. Los llamados padres de este renacer forman una tríada apodada los “maestros de la sospecha” porque no sólo se dedicaron a pensar la realidad sino a transformarla, sospechando de todo.  Fijaron su agudo pensamiento en la interioridad del hombre, en su “yo”, de tal manera que, sacando a la luz la motivación profunda del actuar humano, pudieran limpiar el camino al hombre para el ejercicio de todas sus potencialidades. Se trata de descubrir y promover un nuevo sujeto capaz de transformar esta realidad opresora.

Uno de ellos, Marx, descubrió que, en el fondo de todo proceso económico, existe un esclavo a quien su amo le arrebata, mediante el fetiche del dinero, su dignidad y su libertad. Otro, Freud, examina la conciencia del creyente, y descubre que allá, en el origen de su creencia, se esconde una falsa conciencia traumatizada por el miedo, impuesto por la sociedad que lo hace incapaz de mantener un comportamiento sano y productivo con los demás. El creyente sería siempre un enfermo crónico, un neurótico. El último, Nietzsche, sostiene que en la génesis de la moral cristiana se esconde el miedo a la libertad, a ser autónomo, y por tanto, en buscar un sometimiento a otro, por supuesto a Dios. Habrá que eliminar a Dios para ser verdaderamente humanos, libres, superhombres.

Basten estas breves pinceladas para aquilatar la gravedad de sus acusaciones no sólo a la cultura reinante sino, en particular, al fenómeno religioso y cristiano. Cada uno habla, por supuesto, desde su experiencia religiosa. La consigna será liberarse de toda opresión y generar un sujeto y una sociedad nueva capaz de disfrutar, sin restricciones malsanas, del bienestar, de la felicidad y de la libertad.

Las librerías se llenaron de ésta y la concomitante literatura, lo mismo que las cátedras de universidades e institutos, los cuales ahora, poco a poco, van quedando vacíos. Pero las ideas no mueren tan fácilmente. Las modernas “ideologías” aquí tienen su origen y sustento. Al menos al pastor, a los legisladores y al católico ilustrado, urge el conocerlas. Ni la ignorancia ni el menosprecio sirven para algo. No hay error que no tenga su pizca de verdad, y ésta se debe respetar y aquilatar. El Papa Benedicto XVI escribió mucho sobre este fenómeno pseudo cultural, y editó tres cartas encíclicas clarificando algunas objeciones de estas doctrinas: Una titulada “Dios es Amor”, otra sobre “La Esperanza cristiana”, y una tercera sobre “La Caridad en la Verdad”. La seguridad y claridad de la fe se impone sobre la sospecha y el error. Siempre habrá que distinguir entre el contenido de la fe y los modos en que se propone y trasmite: “Es necesario purificar continuamente nuestro lenguaje de todo lo que tiene de fantasioso e imperfecto, sabiendo que nunca podrá expresar plenamente el infinito misterio de Dios”, dice el catecismo (N.5).

*El Papa Benedicto XVI escribió mucho sobre este fenómeno pseudo cultural, y editó tres cartas encíclicas clarificando algunas objeciones de estas doctrinas.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 9 de julio de 2023 No. 1461

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