Por Monseñor Joaquín Antonio Peñalosa
Y a en vísperas de que varios millones de niños y jóvenes regresen a las aulas, los padres de familia suelen atravesar por unos días de zozobra y trajín escolar: matricular al hijo, adquirir los libros de texto, enterarse de los horarios, poner el despertador a tiempo. Pero una vez consumados estos ritos, los padres de familia se tranquilizan, se olvidan de la escuela y regresan, al final de cursos, a recoger la calificación del hijo. Reprobado, ¿por qué? ¿Por flojera del hijo o por flojera de sus padres? No hay hijos-problema, hay padres-problema.
Escuela y hogar deben caminar al unísono por la sencilla razón de que el alumno es hijo o de que el hijo es alumno, que lo mismo da, y no un simple eslabón perdido que a ratos está en casa y a ratos en la escuela.
Frente a los hijos-alumnos, los papás deben motivarlos continuamente para que estudien, revisen sus trabajos escolares, los ayuden en las tareas sin nulificar el esfuerzo del hijo y les organicen su tiempo, de manera que haya lugar para el descanso y las aficiones culturales del hijo. Una vez convenido el tiempo de estudio en casa, los padres y los hijos respetarán el horario, tan fácilmente destrozado en naderías.
El ambiente hogareño debe ser propicio al estudio personal de los hijos, ya que no es posible la concentración en un clima de violencia, de rounds conyugales o de televisión abierta a chorro parado, sin la soledad, el silencio y la privacidad que exige la contemplación propia del pensamiento.
Son poquísimos los papás que se interesan por el mundo escolar en que su hijo vive seis, siete horas diarias; jamás platican con sus hijos acerca de sus intereses intelectuales y vocacionales, sobre sus clases, los compañeros, los maestros, los éxitos y problemas. Vidas paralelas de Plutarco: papá en la chamba, mamá en el salón de belleza (alborotándose lo feo), los hijos en la escuela o vaya usted a saber dónde.
Conviene, también, que padres y maestros se reúnan durante el curso escolar para conocerse, explicarse, informarse y crear un clima de colaboración cordial. Si por la explosión escolar, el maestro mal conoce a sus alumnos, menos todavía a sus padres, quienes, además, no quieren ser conocidos por los maestros. Un buen maestro tiene que conocer, hasta donde es posible, el alma de sus discípulos y el hogar del que provienen. Porque cuanto sucede en casa, se refleja en el salón. El hijo de un hogar destrozado es fácilmente un mal alumno.
Toca también a los padres de familia, enseñar a los hijos lo que la escuela no da, recargada como anda de programas y materias. Así lo advierte el doctor Alexis Carrel: “La sociedad moderna ha cultivado la inteligencia, porque la inteligencia procura el dominio de todas las cosas mediante la ciencia. Pero ha ignorado las otras actividades del espíritu: el sentido de lo sagrado, el sentido moral, el carácter, la audacia, el sentido de lo bello. Las escuelas no enseñan el dominio sobre uno mismo, ni el orden, ni la educación, ni el esfuerzo. Los educadores del siglo XX se figuran que la cultura de la inteligencia equivale a la cultura del espíritu: forman técnicos, pero no hombres cultivados”.
Publicado en El Sol de San Luis, 11 de agosto de 1990; El Sol de México, 16 de agosto de 1990.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 13 de agosto de 2023 No. 1466