Por Monseñor Joaquín Antonio Peñalosa

Tiene toda la razón del mundo el gran poeta francés Charles Péguy, al asegurar que “los grandes aventureros del siglo XX son los padres de familia”. El hombre intrépido de ayer abandonaba hogar y terruño, se embarcaba en un viejo galeón, llegaba a una playa ignota, cruzaba cordilleras, domesticaba un bosque, conquistaba un pueblo. Los nuevos aventureros consuman hoy una conquista no menos heroica: buscan la pareja -un ser distante y desconocido-, conquistan un corazón extraño, se casan, comprometen su presente y su futuro, se atreven a tener un hijo.

“Tres segundos bastan al hombre para ser progenitor; ser padre es algo muy distinto”, palabras para reflexionar estas de la famosa psiquiatra francesa Françoise Dalto. Porque los hijos nacen dos veces: la primera vez, cuando los padres les dan la vida y, con la vida, por supuesto el amor, que de otra manera la paternidad es biología pura y zoología elemental. La segunda vez nacen los hijos cuando ya son mayores, engendrados por sus padres a la libertad. Este es el nacimiento definitivo.

Educar para la libertad. Las dos realidades deben ir unidas, fusionadas. No cabe educar sin libertad, que fue la pobre costumbre de ayer; ni libertad sin educar, que es la estulta corriente de hoy.

Al hijo hay que educarlo para que despliegue todas las posibilidades e intereses de su personalidad, dejando que sea él mismo sin imposiciones absurdas; porque hay unos padres paternalistas que sustituyen al hijo sin permitirle jalear por su cuenta; unos padres autoritarios que, mediante una educación dirigida, quieren hacer del hijo su vivo retrato; unos padres miopes que no ven más delante, porque educan como si el hijo fuera a vivir siempre en el hogar, eterno hijo de familia y apéndice de papá y mamá.

A los hijos los pierden los padres y, además, deben perderlos. Doble victoria para padres e hijos. Perderlos es, claro está, la única forma de ganarlos, a condición de que los hayan entrenado en la libertad para que cada hijo emprenda su particular camino y descubra su meta personal. Si la golondrina pudiera confesar su dicha cuando su pequeña golondrina abandona por primera vez el nido y mira cómo abre las alas sin caerse, “velocidad alegre dividiendo el aire con su quilla de trinos”. (Este hermoso verso de Margarita Michelena).

La tragedia surge cuando son los hijos los que pierden a sus padres. No tanto por la muerte, que es la pérdida más llevadera, cuanto por la irresponsabilidad. Pierden entonces la imagen sublimada de la infancia. Está a sus pies, hecha añicos, desde el día en que descubrieron que papá y mamá eran unos pobres prevaricadores, acaso predicadores del bien, pero ciertamente actores del mal. Y entonces los hijos se levantan, toman la piqueta y destruyen el pedestal en que habían enhiestado las estatuas de los falsos héroes.

Jamás podremos admirar justamente a los verdaderos y grandes aventureros del siglo XX, que saben que nunca se termina de engendrar lo ya engendrado.

Publicado en El Sol de San Luis, 6 de mayo de 1989.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 7 de mayo de 2023 No. 1452

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